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BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Lorenzago di Cadore
Domingo 22 de julio de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas:

En estos días de descanso que, gracias a Dios, estoy pasando aquí, en Cadore, siento aún más intensamente el impacto doloroso de las noticias que me llegan sobre los enfrentamientos sangrientos y los episodios de violencia que se están produciendo en muchas partes del mundo. Esto me induce a reflexionar hoy una vez más sobre el drama de la libertad humana en el mundo.

La belleza de la naturaleza nos recuerda que Dios nos ha encomendado la misión de "labrar y cuidar" este "jardín" que es la tierra (cf. Gn 2, 8-17). Veo cómo de verdad cultiváis y cuidáis este hermoso jardín de Dios, un verdadero paraíso. Cuando los hombres viven en paz con Dios y entre sí, la tierra se asemeja verdaderamente a un "paraíso". Por desgracia, el pecado arruina continuamente este proyecto divino, engendrando divisiones e introduciendo la muerte en el mundo. Así sucede que los hombres ceden a las tentaciones del maligno y se hacen la guerra unos a otros. La consecuencia es que, en este estupendo "jardín", que es el mundo, se abren espacios de "infierno". En medio de esta belleza no debemos olvidar las situaciones en las que se encuentran a veces muchos hermanos y hermanas nuestros.

La guerra, con su estela de lutos y destrucciones, desde siempre se considera con razón una calamidad que contradice el proyecto de Dios, el cual ha creado todo para la existencia y, en particular, quiere hacer del género humano una familia. En este momento no puedo por menos de remontarme con el pensamiento a una fecha significativa: el 1 de agosto de 1917, hace exactamente 90 años, mi venerado predecesor el Papa Benedicto XV dirigió su celebre "Nota a las potencias beligerantes", solicitándoles que pusieran fin a la primera guerra mundial (cf. AAS 9 [1917] 417-420).

Mientras se desarrollaba aquel terrible conflicto, el Papa tuvo la valentía de afirmar que se trataba de una "matanza inútil". Esta expresión ha quedado grabada en la historia. Se justificaba en la situación concreta de aquel verano de 1917, especialmente en este frente véneto. Pero las palabras "matanza inútil" encierran también un valor más amplio, profético, y se pueden aplicar a muchos otros conflictos que han segado innumerables vidas humanas.

Precisamente las tierras donde nos encontramos, que de por sí hablan de paz, de armonía, de la bondad del Creador, fueron escenario de la primera guerra mundial, como aún evocan tantos testimonios y algunos conmovedores cantos de los alpinos. No hay que olvidar esos acontecimientos. Es necesario aprender de las experiencias negativas, que por desgracia vivieron nuestros padres, para no repetirlas.

La "Nota" del Papa Benedicto XV no se limitaba a condenar la guerra; indicaba, en un plano jurídico, los caminos para construir una paz justa y duradera: la fuerza moral del derecho, el desarme equilibrado y controlado, el arbitraje en las controversias, la libertad de los mares, la condonación recíproca de los gastos bélicos, la restitución de los territorios ocupados y negociaciones justas para dirimir las cuestiones.

La propuesta de la Santa Sede se orientaba al futuro de Europa y del mundo, según un proyecto de inspiración cristiana, pero que todos pueden compartir, porque se funda en el derecho de gentes. Es la misma línea que siguieron los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II en sus memorables discursos a la Asamblea de las Naciones Unidas, repitiendo, en nombre de la Iglesia: "¡Nunca más la guerra!". Desde este lugar de paz, en el que se sienten más vivamente aún como inaceptables los horrores de las "matanzas inútiles", renuevo el llamamiento a emprender con tenacidad el camino del derecho, a rechazar con determinación la carrera de armamentos y, más en general, a evitar la tentación de afrontar situaciones nuevas con sistemas antiguos.

Con estos pensamientos en el corazón, y deseando que esta tierra sea siempre, como es actualmente, gracias a Dios, una tierra de paz y de hospitalidad, elevemos ahora una oración especial por la paz en el mundo, encomendándola a María santísima, Reina de la paz.



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