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BENEDICTO XVI

REGINA CAELI

Domingo 17 de mayo de 2009

 

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de ayer volví de Tierra Santa. Tengo la intención de hablaros más ampliamente de esta peregrinación el miércoles próximo, durante la audiencia general. Ahora, quiero sobre todo dar gracias al Señor, que me concedió realizar este viaje apostólico tan importante. También doy las gracias a todos los que prestaron su colaboración: al patriarca latino y a los pastores de la Iglesia en Jordania, en Israel y en los Territorios palestinos, a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, a las autoridades civiles de Jordania, de Israel y de los Territorios palestinos, a los organizadores y a las fuerzas del orden. Doy las gracias a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles que me acogieron con tanto afecto y a todos los que me acompañaron y apoyaron con su oración. Gracias a todos desde lo más hondo de mi corazón.

Esta peregrinación a los santos lugares fue también una visita pastoral a los fieles que viven allí, un servicio a la unidad de los cristianos, al diálogo con los judíos y los musulmanes, y a la construcción de la paz. La Tierra Santa, símbolo del amor de Dios a su pueblo y a toda la humanidad, también es símbolo de la libertad y de la paz que Dios quiere para todos sus hijos. Pero, de hecho, la historia de ayer y de hoy muestra que precisamente esta Tierra se ha convertido también en símbolo de lo contrario, es decir, de divisiones y de conflictos interminables entre hermanos. ¿Cómo es posible esto? Es justo que este interrogante interpele nuestro corazón, aunque sabemos que Dios tiene un designio misterioso sobre esa Tierra, adonde —como escribe san Juan— "envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10).

La Tierra Santa ha sido llamada un "quinto Evangelio", porque allí podemos ver, más aún, palpar la realidad de la historia que Dios ha realizado con los hombres. Comenzando por los lugares de la vida de Abraham hasta los lugares de la vida de Jesús, desde la Encarnación hasta el sepulcro vacío, signo de su resurrección. Sí, Dios ha entrado en esta tierra, ha actuado con nosotros en este mundo. Pero aquí podemos decir aún más: la Tierra Santa, por su misma historia, puede considerarse un microcosmos que resume en sí el camino fatigoso de Dios con la humanidad. Un camino que, con el pecado, implica también la cruz; y, con la abundancia del amor divino, también siempre la alegría del Espíritu Santo, la Resurrección ya iniciada; es un camino entre los valles de nuestro sufrimiento hacia el reino de Dios, reino que no es de este mundo, pero que vive en este mundo y debe penetrarlo con su fuerza de justicia y de paz.

La historia de la salvación comienza con la elección de un hombre, Abraham, y de un pueblo, Israel, pero su intención es la universalidad, la salvación de todos los pueblos. La historia de la salvación está marcada siempre por esta mezcla de particularidad y universalidad. En la primera lectura de hoy vemos bien este nexo: san Pedro, al ver en la casa de Cornelio la fe de los paganos y su deseo de Dios, dice: "Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea" (Hch 10, 34-35). El objetivo más profundo de todo diálogo interreligioso es temer a Dios y practicar la justicia, aprender esto y abrir así el mundo al reino de Dios.

No puedo concluir esta oración mariana sin dirigir mi pensamiento a Sri Lanka, para asegurar mi afecto y mi cercanía espiritual a los civiles que se encuentran en la zona de los combates, en el norte del país. Se trata de miles de niños, mujeres y ancianos a los que la guerra ha quitado años de vida y de esperanza. Al respecto, deseo dirigir una vez más una apremiante invitación a los beligerantes para que faciliten su evacuación y, con este fin, uno mi voz a la del Consejo de seguridad de las Naciones Unidas, que hace algunos días pidió garantías para su incolumidad y seguridad.

Asimismo, pido a las instituciones humanitarias, incluidas las católicas, que hagan todo lo posible para salir al paso de las urgentes necesidades alimentarias y médicas de los prófugos. Encomiendo este querido país a la protección materna de la Virgen santa de Madhu, amada y venerada por todos los habitantes de Sri Lanka, y elevo mis oraciones al Señor para que apresure el día de la reconciliación y de la paz.


Después del "Regina Caeli"

Saludo cordialmente a los grupos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los fieles de las parroquias de la Serranía, de Valencia. A la vez que evoco con gratitud al Señor mi reciente peregrinación a Tierra Santa, os invito a continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado, y que los misterios que estamos recordando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras. ¡Feliz domingo!

(En lengua portuguesa)

Saludo a los cristianos de Portugal que este día se reúnen con todo el Episcopado para celebrar, bajo la presidencia de mi enviado especial, el cardenal José Saraiva Martins, el cincuentenario de la inauguración del santuario de Cristo Rey en Almada, en la diócesis de Setúbal. Allí, en la altura, bien visible, el Redentor divino con el corazón y los brazos abiertos, es ofrecimiento de paz a la humanidad. Lo sabe muy bien el pueblo portugués que, hace cincuenta años, se unió para erigir ese memorial de paz, por la gracia recibida en atención a su consagración al Inmaculado Corazón de María. Con una súplica ferviente a Cristo Rey por un Portugal mejor, fiel a la fe católica, fecundo en la santidad, próspero en la economía, justo en la distribución de la riqueza, fraterno en el desarrollo y alegre en el servicio público, bendigo y exhorto a todos a perseverar en esa consagración a la Virgen Madre, que atrae los corazones como nadie más sabe hacer, y los pone en los brazos de la misericordia del Señor.



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