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HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI
 DURANTE LA MISA DE EXEQUIAS
DEL CARDENAL MARIO FRANCESCO POMPEDDA


Viernes 20 de octubre de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

Después de pocos días, nos reunimos de nuevo en oración para despedirnos de otro hermano nuestro, el cardenal Mario Francesco Pompedda, al que el Señor  ha  llamado a sí, tras un largo período de sufrimiento. En estos momentos de tristeza y de dolor viene en nuestra ayuda la palabra de Dios, que ilumina nuestra fe y sostiene nuestra esperanza:  la muerte no tiene la última palabra sobre el destino del hombre. "La vida (...) no termina ―afirma la liturgia―, se transforma, y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio I de difuntos).

En la primera lectura, tomada del libro del profeta Ezequiel, hemos escuchado palabras llenas de consolación:  "He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. (...) Sabréis que yo soy el Señor" (Ez 37, 5-6). La visión del profeta nos proyecta hacia el triunfo definitivo de Dios, cuando hará que los muertos resuciten a la vida sin fin. La descripción que traza Ezequiel de "un ejército enorme, inmenso" nos hace pensar en una multitud de salvados, entre los cuales nos complace pensar que se encuentra también este hermano nuestro. Jesús dice en el evangelio:  "El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás" (Jn 11, 25-26).

Con esta certeza vivió y murió el cardenal Mario Francesco Pompedda. Nació el 18 de abril de 1929 en Ozieri, Cerdeña, y después de realizar sus estudios de primaria en el seminario arzobispal de Sássari, y los de bachillerato en el seminario regional de Cágliari, completó su formación filosófica, teológica y jurídica en Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, el Pontificio Instituto Bíblico y la Pontificia Universidad Lateranense. Obtuvo el título de abogado rotal frecuentando el "Studium Sacrae Romanae Rotae".

Fue ordenado sacerdote el 23 de diciembre de hace cincuenta y cinco años en esta misma basílica de San Pedro. Y también en esta basílica fue consagrado obispo por mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II con el título arzobispal de Bisarcio, el 6 de enero de 1998. Hoy, también en la basílica de San Pedro, se celebra su funeral.

Dedicó toda su vida al servicio de la Santa Sede desde que, en 1955, comenzó a trabajar en el Tribunal de la Rota romana con diversos cargos hasta el nombramiento de defensor del vínculo y seguidamente, en 1969, de prelado auditor. En 1993 fue nombrado decano de ese tribunal apostólico y presidente del tribunal de apelación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Su preparación teológica, bíblica y especialmente jurídica lo convirtió en un colaborador competente de varios dicasterios de la Curia romana, hasta asumir la elevada responsabilidad de prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, y presidente del Tribunal de apelación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Además del trabajo diario en la Rota romana y luego en la Signatura apostólica, de la enseñanza en la facultad de derecho canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana y del Ateneo romano de la Santa Cruz, el cardenal Pompedda realizó actividad pastoral, ejerciendo el ministerio sacerdotal durante cerca de treinta años en la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en monte Mario.

A todos aquellos con quienes se encontraba les comunicaba la solidez de su fe e iluminaba su conciencia con los principios y las enseñanzas de la doctrina  católica. Con los límites de toda criatura  humana, se esforzó por servir a Cristo sirviendo a la Iglesia, colaborando con el Sucesor de Pedro en todas las diversas misiones que se le fueron encomendando. Cuando hace cinco años, el 21 de febrero de 2001, fue creado cardenal por el amado Juan Pablo II, sintió aún más el valor y la responsabilidad de deber servir y testimoniar el Evangelio "usque ad effusionem sanguinis".

El último tramo de su camino terreno estuvo marcado por una enfermedad que prácticamente le impidió llevar a cabo cualquier tipo de actividad. Así, unido a la pasión de Cristo, este amigo y hermano nuestro tuvo que separarse progresivamente de todo, para abandonarse sin reservas a la voluntad divina.

"Soli Deo" fue el lema que eligió cuando fue nombrado arzobispo; sólo en Dios pudo encontrar verdadero consuelo en los momentos de sufrimiento y prueba, y ahora es él, el Padre celestial, quien le abre de par en par los brazos de su amor misericordioso.

San Pablo recuerda en la carta a los Romanos:  "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera!" (Rm 5, 8-9). La confianza en Cristo guió siempre, pero de modo especial en los últimos meses, la existencia del cardenal Pompedda, cuya alma encomendamos ahora a la misericordia del Padre.

Cuán consoladoras resuenan, a este respecto, las palabras que hemos escuchado hace unos minutos en el evangelio:  "Esta es la voluntad de mi Padre:  que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 40). El que cree en Cristo  tiene  la  vida eterna. Jesús no elimina  la muerte. La muerte sigue siendo  una  deuda pesada, que es preciso pagar a nuestro límite humano y al poder del mal.

Sin embargo, con su resurrección, él venció la muerte para siempre. Y con él la vencieron también los que en él creen y de su plenitud reciben gracia por gracia (cf. Jn 1, 16). Esta conciencia íntima ilumina y orienta la existencia de todos los creyentes. El cardenal Mario Francesco Pompedda murió con la certeza de que Cristo es el vencedor de la muerte y con la esperanza de que él lo resucitará en el último día.

Al partir de este mundo, lo acompañamos con nuestra oración fraterna, encomendándolo a la protección celestial de María. Que el Señor le conceda, por intercesión de la Virgen santísima, el descanso prometido a sus amigos, y en su misericordia lo introduzca en el reino de la luz y de la paz.

Reunidos con afecto en torno a los restos mortales del cardenal Pompedda, pidamos a Dios la gracia de vivir constantemente proyectados hacia Cristo que, "tomando sobre sí nuestra muerte, nos libró de la muerte y, sacrificando su vida, nos abrió las puertas de la vida inmortal" (Prefacio II de difuntos). Amén.



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