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HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI
EN LA MISA DE EXEQUIAS DEL CARDENAL ANGELO FELICI

Martes 19 de junio de 2007

 

En el evangelio acabamos de escuchar estas palabras de Cristo:  "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 54). Estas palabras iluminan nuestra fe y sostienen nuestra esperanza en el momento triste y solemne que estamos viviendo, mientras, reunidos en torno al altar, nos disponemos a despedir con sentimientos de afecto y viva gratitud a nuestro venerado hermano el cardenal Angelo Felici.

Con él y por él queremos confesar, con particular intensidad, nuestra convicción de que en la Eucaristía participamos misteriosamente en la muerte y resurrección del Señor, creyendo firmemente que Dios ha preparado para sus siervos buenos y fieles el premio de la vida que no tendrá fin.

Esta es la fe que guió la larga y fecunda existencia sacerdotal del cardenal Felici. Con esta fe celebró el divino sacrificio, buscando en la Eucaristía la referencia constante de su itinerario espiritual; con esta fe encontró en la Eucaristía la fuerza para desempeñar su celoso trabajo en la viña del Señor.

Esperamos que ahora el Padre lo haya acogido en su casa para participar en el banquete del cielo. Congregados en torno al altar, oremos para que este hermano nuestro en el sacerdocio vea cara a cara a Jesucristo, su Señor (cf. 1 Co 13, 12), a quien en la tierra se esforzó por servir con amor.

En este momento resuena en nuestra alma  con singular eco la exhortación del apóstol san Juan:  "En esto hemos conocido  el  amor:   en  que  él dio su vida  por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3, 16). Podríamos decir que estas palabras sintetizan de modo eficaz la razón profunda que orientó la vida y el ministerio eclesial del cardenal Felici.

Originario de la antigua y noble ciudad de Segni, el adolescente Angelo Felici respondió con prontitud a la llamada del Señor y fue acogido en el Pontificio Colegio Leoniano de Anagni, donde realizó los estudios de filosofía y teología. Inmediatamente después de recibir el subdiaconado, fue orientado a la Pontificia Academia Eclesiástica y el 4 de abril de 1942, antes de cumplir veintitrés años, recibió la ordenación sacerdotal.

Su formación intelectual prosiguió entonces en el campo jurídico:  frecuentó los cursos utriusque iuris del Ateneo Lateranense y luego pasó a la Universidad Gregoriana, donde consiguió el doctorado en derecho canónico.

En la práctica, su sacerdocio se dedicó completamente al servicio de la Sede apostólica, colaborando estrechamente con el Sucesor de Pedro. El 1 de julio de 1945 entró en la Secretaría de Estado; logró una notable experiencia en lo que atañe a las relaciones de la Santa Sede con los Estados, trabajando primero con el cardenal Tardini y luego con el cardenal Cicognani. Por esta competencia y por su demostrada fidelidad, el siervo de Dios Pablo VI lo nombró subsecretario de la que se llamaba entonces Congregación para los Asuntos eclesiásticos extraordinarios.

Durante ese mismo período, además del servicio a la Santa Sede, enseñó estilo diplomático a los alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica hasta que, en julio de 1967, fue nombrado arzobispo y enviado como pro-nuncio apostólico a los Países Bajos, donde estuvo nueve años. En el año 1976 fue nombrado representante pontificio en Portugal. Después de tres años pasó a París, donde acogió tres veces al amado Papa Juan Pablo II con ocasión de sus peregrinaciones apostólicas a Francia.

Llamado a Roma, en 1988, fue creado cardenal, del título de los santos Blas y Carlos en los Catinari, y fue nombrado prefecto de la Congregación para las causas de los santos, servicio que el querido y venerado cardenal Felici llevó a cabo hasta 1995, ocupando seguidamente el cargo de presidente de la Pontificia Comisión "Ecclesia Dei" hasta el año 2000.

Me complace recordar aquí que el siervo de Dios Juan Pablo II le escribió con ocasión de su 50° aniversario de sacerdocio y 25° de episcopado, poniendo de relieve el escrupuloso sentido del deber que lo distinguía y su solícita ejecución de las directrices al afrontar los problemas y los asuntos públicos de la Iglesia universal.

Todo su ministerio episcopal —afirmaba el Papa— estuvo dedicado al bien de los fieles, a la misión benéfica de los Romanos Pontífices y de la Sede apostólica. Ahora queremos dar gracias al Señor por la abundante cosecha de frutos apostólicos que, con la ayuda de la gracia divina, pudo recoger en los diversos ámbitos de su iluminada y valiosa actividad pastoral y diplomática. Pedimos al buen Pastor que, reconociendo la caridad con que el cardenal Felici actuó durante su larga vida terrena, lo admita a contemplar la luz radiante de su Rostro glorioso.

Así pues, mientras nos disponemos a despedir a este venerado hermano nuestro, las palabras del libro de la Sabiduría que se acaban de proclamar deben reavivar en nuestro corazón la luz de la confianza en el Dios de la vida:  "Las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sb 3, 1). Sí, las almas de los amigos de Dios descansan en la paz de su corazón. Esta certeza, que hemos de alimentar siempre, nos debe servir de aviso constante para permanecer vigilantes en la oración y para perseverar con humildad y fidelidad en el trabajo al servicio de la Iglesia. Sólo en Dios encuentra descanso el alma del justo; sólo quien confía en él no quedará confundido para siempre. "In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum".

Seguramente el cardenal Angelo Felici esperó la muerte y se preparó para ella con este espíritu y con esta conciencia. Entre sus objetos personales se encontró un conmovedor testimonio. Una imagencita, que representa a la Mater Salvatoris, venerada en la capilla del Pontificio Colegio Leoniano —donde estudió en su juventud—, tiene en la parte posterior esta invocación:  "En ti, Señor, espero, y en tu santísima Madre; que no quede confundido para siempre".

¡Cuántas veces habrá repetido las palabras de esta oración, escrita de su puño y letra en previsión de su muerte! Podemos considerarlas como el testamento espiritual que nos deja:  palabras que, mejor que cualquier otra consideración, nos ayudan hoy a reflexionar y a orar.

El cardenal Angelo Felici consagró su vida y su muerte a la Madre del Salvador y precisamente a ella queremos entregar su alma. Que María, a quien este hermano nuestro amó e invocó como Madre tierna y solícita, lo reciba ahora entre sus brazos como hijo amadísimo y lo acompañe al encuentro con Cristo, que "con su victoria nos redime de la muerte y nos llama consigo a una vida nueva" (cf. V Prefacio de difuntos). Amén.



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