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CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS
AL FINAL DE LA SEMANA DE ORACIÓN
POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Fiesta de la conversión del apóstol san Pablo
Basílica de San Pablo Extramuros
Lunes 25 de enero de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

Reunidos en fraterna asamblea litúrgica, en la fiesta de la conversión del apóstol san Pablo, concluimos hoy la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos. Quiero saludaros a todos con afecto y, en particular, al cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y al arcipreste de esta basílica, monseñor Francesco Monterisi, al abad y a la comunidad de los monjes, que nos ofrecen su hospitalidad. Asimismo, dirijo mi cordial saludo a los señores cardenales presentes, a los obispos y a todos los representantes de las Iglesias y de las comunidades eclesiales de la ciudad, aquí reunidos.

Han pasado pocos meses desde que concluyó el Año dedicado a san Pablo, que nos ha brindado la posibilidad de profundizar en su extraordinaria obra de predicador del Evangelio y, como nos ha recordado el tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos —"Vosotros sois testigos de todo esto" (Lc 24, 48)—, en nuestra llamada a ser misioneros del Evangelio. San Pablo, aun conservando una memoria viva e intensa de su pasado de perseguidor de los cristianos, no duda en definirse Apóstol. El fundamento de ese título, para él, es el encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, que constituye también el inicio de una incansable actividad misionera, en la que no escatimó energías para anunciar a todos los pueblos a Cristo, con quien se había encontrado personalmente. Así san Pablo, de perseguidor de la Iglesia, se convertirá en víctima de persecución a causa del Evangelio del que daba testimonio: "Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado... Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 24-25.26-28). El testimonio de san Pablo alcanzará el culmen en su martirio cuando, precisamente no lejos de aquí, dará prueba de su fe en Cristo que vence a la muerte.

La dinámica presente en la experiencia de san Pablo es la misma que encontramos en la página del Evangelio que acabamos de escuchar. Los discípulos de Emaús, después de reconocer al Señor resucitado, regresan a Jerusalén y encuentran reunidos a los Once y a los que estaban con ellos. Cristo resucitado se les aparece, los consuela, vence su temor, sus dudas, come con ellos y abre su corazón a la inteligencia de las Escrituras, recordando lo que tenía que suceder y que constituirá el núcleo central del anuncio cristiano. Jesús afirma: "Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén" (Lc 24, 46-47). Estos son los acontecimientos de los que darán testimonio ante todo los discípulos de la primera hora y, tras ellos, los creyentes en Cristo de todo tiempo y de todo lugar. Pero es importante subrayar que este testimonio, entonces como hoy, nace del encuentro con Cristo resucitado, se alimenta de la relación constante con él, está animado por el amor profundo hacia él. Sólo puede ser su testigo quien ha hecho la experiencia de sentir a Cristo presente y vivo —"Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39)—, de sentarse a la mesa con él, de escucharlo para que haga arder su corazón. Por esto, Jesús promete a los discípulos y a cada uno de nosotros que nos revestirá de poder desde lo alto, nos dará una presencia nueva, la del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado, que nos guía a la verdad completa: "Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 49). Los Once dedicarán toda su vida a anunciar la buena nueva de la muerte y resurrección del Señor y casi todos sellarán su testimonio con la sangre del martirio, semilla fecunda que ha dado una cosecha abundante.

La elección del tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, es decir, la invitación a dar un testimonio común de Cristo resucitado según el mandato que él encomendó a sus discípulos, está vinculada al recuerdo del centésimo aniversario de la Conferencia misionera de Edimburgo, en Escocia, que muchos consideran un acontecimiento determinante para el nacimiento del movimiento ecuménico moderno. En el verano de 1910, en la capital escocesa se encontraron más de mil misioneros, pertenecientes a distintas ramas del protestantismo y del anglicanismo, a los que se unió un huésped ortodoxo, para reflexionar juntos sobre la necesidad de alcanzar la unidad para anunciar de modo creíble el Evangelio de Jesucristo. De hecho, precisamente el deseo de anunciar a Cristo a los demás y de llevar al mundo su mensaje de reconciliación hace experimentar la contradicción de la división de los cristianos. ¿Cómo podrán los incrédulos acoger el anuncio del Evangelio si los cristianos, aunque todos se refieren al mismo Cristo, están en desacuerdo entre ellos? Por lo demás, como sabemos, el Maestro mismo, al final de la última Cena, había pedido al Padre para sus discípulos: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La comunión y la unidad de los discípulos de Cristo es, por tanto, una condición particularmente importante para una mayor credibilidad y eficacia de su testimonio.

Un siglo después del acontecimiento de Edimburgo, la intuición de aquellos valientes precursores sigue revistiendo gran actualidad. En un mundo marcado por la indiferencia religiosa e incluso por una creciente aversión hacia la fe cristiana, es necesaria una nueva e intensa actividad de evangelización, no sólo entre los pueblos que nunca han conocido el Evangelio, sino también en aquellos donde el cristianismo se ha difundido y forma parte de su historia. No faltan, lamentablemente, cuestiones que nos separan a los unos de los otros y que esperamos se puedan superar mediante la oración y el diálogo, pero hay un contenido central del mensaje de Cristo que podemos anunciar juntos: la paternidad de Dios, la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte con su cruz y resurrección, la confianza en la acción transformadora del Espíritu. Mientras caminamos hacia la comunión plena, estamos llamados a dar un testimonio común frente a los desafíos cada vez más complejos de nuestro tiempo, como la secularización y la indiferencia, el relativismo y el hedonismo, los delicados temas éticos relativos al principio y el fin de la vida, los límites de la ciencia y de la tecnología, y el diálogo con las demás tradiciones religiosas. Hay también otros campos en los que desde ahora debemos dar un testimonio común: la salvaguardia de la creación, la promoción del bien común y de la paz, la defensa de la centralidad de la persona humana, el compromiso para acabar con las miserias de nuestro tiempo, como el hambre, la indigencia, el analfabetismo, la distribución no equitativa de los bienes.

El compromiso por la unidad de los cristianos no es sólo tarea de algunos, ni una actividad accesoria para la vida de la Iglesia. Cada uno está llamado a ofrecer su aportación para dar los pasos que lleven a la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo, sin olvidar nunca que es, ante todo, un don de Dios que debemos invocar constantemente. En efecto, la fuerza que promueve la unidad y la misión brota del encuentro fecundo y apasionante con Cristo resucitado, como le sucedió a san Pablo en el camino de Damasco y a los Once y a los demás discípulos reunidos en Jerusalén. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, haga que se realice cuanto antes el deseo de su Hijo: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17, 21).



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