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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS MIEMBROS
DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla Paulina
Jueves 15 de abril de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

No he tenido tiempo de preparar una verdadera homilía. Quiero sólo invitaros a cada uno a la meditación personal, proponiendo y subrayando algunas frases de la liturgia de hoy, que se prestan al diálogo orante entre nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). San Pedro está ante la suprema institución religiosa, a la que generalmente se debería obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y Dios le ha dado otro «ordenamiento»: debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.

Y aquí los exegetas llaman nuestra atención sobre el hecho de que la respuesta de san Pedro al Sanedrín es casi hasta ad verbum idéntica a la respuesta de Sócrates en el juicio del tribunal de Atenas. El tribunal le ofrece la libertad, la liberación, pero a condición de que no siga buscando a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato superior, viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al camino hacia Dios dejaría de ser libertad. Por tanto, no debe obedecer a esos jueces —no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo— sino que debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene la primacía.

Aquí es importante subrayar que se trata de obediencia y que es precisamente la obediencia la que da libertad. El tiempo moderno ha hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía; por tanto, también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia debería dejar de existir, el hombre es libre, es autónomo: nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no existe por sí mismo y para sí mismo, y también es una mentira política y práctica, porque es necesaria la colaboración, compartir la libertad. Y, si Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, sólo queda como instancia suprema el consenso de la mayoría. Por consiguiente, el consenso de la mayoría se convierte en la última palabra a la que debemos obedecer. Y este consenso —lo sabemos por la historia del siglo pasado— puede ser también un «consenso en el mal».

Así, vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al hombre. La obediencia a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la instancia que se sitúa frente a todas las instancias humanas. En la historia de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Dios y así liberarse del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras siempre han estado en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que esté por encima del poder ideológico; y la libertad de los mártires, que reconocen a Dios, precisamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de liberación con el cual nos llega la libertad de Cristo.

Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas sutiles de dictadura: un conformismo que se convierte en obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o incluso otras menos sutiles, demuestran que este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para nosotros vale esto: se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero esto supone que conozcamos realmente a Dios y que queramos obedecerle de verdad. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que realmente él es quien nos llama y nos invita, si fuera necesario, incluso al martirio. Por eso, ante esta palabra que inicia una nueva historia de libertad en el mundo, pidamos sobre todo conocer a Dios, conocer humilde y verdaderamente a Dios y, conociendo a Dios, aprender la verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.

Escojamos una segunda frase de la primera lectura: san Pedro dice que Dios ha exaltado a Cristo a su derecha como jefe y Salvador (cf. Hch 5, 31). Jefe es la traducción del término griego archegos, que implica una visión mucho más dinámica: archegos es aquel que muestra el camino, que precede; es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha exaltado a su derecha; por tanto, hablar de Cristo como archegos significa que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra el camino. Y estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con Cristo, es seguir a Cristo, es esta subida hacia lo alto, es seguir al archegos, a aquel que ya ha pasado, que nos precede y nos muestra el camino.

Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga a dónde llega Cristo y a dónde tenemos que llegar también nosotros: hypsosen —las alturas— subir a la derecha del Padre. Seguir a Cristo no es sólo imitar sus virtudes, no es sólo vivir en este mundo de modo semejante a Cristo, en la medida de lo posible, según su palabra, sino que es un camino que tiene una meta. Y la meta es la derecha del Padre. Este camino de Jesús, este seguimiento de Jesús acaba a la derecha del Padre. En el horizonte de este seguimiento está todo el camino de Jesús, también llegar a la derecha del Padre.

En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha del Padre en comunión con Cristo. Nosotros hoy con frecuencia tenemos un poco de miedo a hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida eterna y que de esa meta vienen luego los criterios de la vida. Debemos entender de nuevo que el cristianismo sería un «fragmento» si no pensamos en esta meta, que queremos seguir al archegos a la altura de Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo y debemos reconocer de nuevo que sólo en la gran perspectiva de la vida eterna el cristianismo revela todo su sentido. Debemos tener la valentía, la alegría, la gran esperanza de que la vida eterna existe, es la verdadera vida, y de esta verdadera vida viene la luz que ilumina también a este mundo.

Si bien se puede decir que, aun prescindiendo de la vida eterna, del cielo prometido, es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor, aun sufriendo muchas persecuciones, en sí mismo es bien y es mejor que todo lo demás, precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor también debe abrir a toda la amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la valentía de tener ya la alegría en la espera de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro archegos. Soter es el Salvador, que nos salva de la ignorancia, busca las cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío que permanece en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en su plenitud. Él es el guía. Cristo, el archegos, nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.

Reflexionemos también sobre otro versículo: Cristo, el Salvador, concedió a Israel la conversión y el perdón de los pecados (ib., v. 31) —en el texto griego el término es metanoia—, concedió la penitencia y el perdón de los pecados. Para mí, se trata de una observación muy importante: la penitencia es una gracia. Existe una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente incondicional; por tanto, también sin penitencia, gracia como tal, sin condiciones humanas previas. Pero esta es una falsa interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos nuestro pecado, es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una trasformación de nuestro ser. Penitencia, poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar. El dolor de la penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina. Estas dos cosas que dice san Pedro —penitencia y perdón— corresponden al inicio de la predicación de Jesús: metanoeite, es decir, convertíos (cf. Mc 1, 15). Por lo tanto, este es el punto fundamental: la metanoia no es algo privado, que parecería sustituido por la gracia, sino que la metanoia es la llegada de la gracia que nos trasforma.

Por último, unas palabras del Evangelio, donde se nos dice que quien cree tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 36). En la fe, en este «transformarse» que la penitencia concede, en esta conversión, en este nuevo camino del vivir, llegamos a la vida, a la verdadera vida. Y aquí me vienen a la mente otros dos textos. En la «Oración sacerdotal» el Señor dice: esta es la vida, que te conozcan a ti y a tu consagrado (cf. Jn 17, 3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. Y el otro texto es la respuesta del Señor a los saduceos sobre la resurrección, donde, a partir de los libros de Moisés, el Señor prueba el hecho de la resurrección diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Mt 22, 31-32; Mc 12, 26-27; Lc 20, 37-38). Dios no es un Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos, están vivos. Quien está inscrito en el nombre de Dios participa de la vida de Dios, vive. Creer es estar inscritos en el nombre de Dios. Y así estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios vivo. En este sentido deberíamos entender el dinamismo de la fe, que es inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y así entrar en la vida.

Pidamos al Señor que esto suceda y realmente conozcamos a Dios en nuestra vida, para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en verdadera vida: vida eterna, amor y verdad.



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