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MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS ITALIANOS REUNIDOS EN ASÍS
PARA CELEBRAR SU 55ª ASAMBLEA GENERAL

 

Venerados y queridos hermanos:

Deseo haceros llegar con este mensaje el testimonio de mis sentimientos de profunda comunión y de participación espiritual en los trabajos de vuestra asamblea general. Saludo con gran afecto a vuestro presidente, cardenal Camillo Ruini, a los tres vicepresidentes, al secretario general y a cada uno de vosotros, sabiendo bien con cuánta solicitud seguís a las comunidades encomendadas a vosotros para guiarlas y sostenerlas en el camino hacia la santidad. Está aún vivo en mí el recuerdo del encuentro que tuve con todos vosotros el pasado 30 de mayo, con ocasión de la precedente asamblea general. Os dije entonces, a pocas semanas de mi elección como Sucesor de Pedro, que me sentía "íntimamente confortado por vuestra cercanía y solidaridad" (Discurso, 30 de mayo de 2005:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de junio de 2005, p. 8). Hoy, a distancia de algunos meses, también gracias a los encuentros que tuve con muchos de vosotros con ocasión del Congreso eucarístico nacional de Bari, de la XX Jornada mundial de la juventud en Colonia y de varias audiencias, me sostiene cada vez más la certeza de que "juntos podremos cumplir la misión que Jesucristo nos ha encomendado; juntos podremos dar testimonio de Cristo y hacerlo presente hoy, al igual que ayer, en los hogares y en el corazón de los italianos" (ib.).

Durante los trabajos de vuestra asamblea afrontaréis diversos temas, entre los cuales, principalmente, la formación de los futuros presbíteros y la presencia de la Iglesia en el mundo de la salud. Ambos son de gran importancia y les dedicáis justamente vuestra atención con vistas a orientaciones y opciones que podrán ser de verdadera ayuda para el pueblo de Dios y para toda la nación italiana.

La Iglesia necesita hoy sacerdotes que sean plenamente conscientes del don de gracia que reciben con la ordenación presbiteral y con la misión encomendada a ellos, en un tiempo de rápidos y profundos cambios. A fin de que nuestras comunidades crezcan armoniosamente en la verdad y en la caridad, en torno a la Eucaristía y a la palabra de Dios, es indispensable la presencia de sacerdotes que actúen en nombre de Cristo y vivan en íntima unión con él, que los ha llamado y enviado. La Iglesia necesita presbíteros que sepan conformar siempre su conducta con el modelo del buen Pastor, dejándose guiar con docilidad por el Espíritu Santo, en plena comunión con sus obispos. Al mismo tiempo que siento con vosotros el deber de dar gracias a todos los sacerdotes que en Italia, con gran abnegación, a menudo en el anonimato y trabajando sin descanso, contribuyen a hacer que nuestras parroquias y comunidades sean vivas y ricas en gracia, comparto con vosotros la preocupación por la disminución del clero y por el progresivo aumento de la edad media de los sacerdotes. Por tanto, es necesario y urgente incrementar la pastoral vocacional, definir cada vez mejor la propuesta formativa, de modo que se garantice una preparación humana, intelectual y espiritual que esté a la altura de los nuevos desafíos que el ministerio sacerdotal está llamado a afrontar. Como dije a los seminaristas durante el encuentro del 19 de agosto en Colonia, el seminario debe ser el contexto en el que madura la "búsqueda de una relación personal con Cristo" y que, por eso, "es un tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús" para una formación que "tiene diversas dimensiones que convergen en la unidad de la persona" (Rezo de Vísperas en la iglesia de San Pantaleón, 19 de agosto de 2005:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 7). Igualmente importante es que esta acción formativa se lleve a cabo en un contexto comunitario, para ser un reflejo de la comunión de vida que Jesús tenía con sus discípulos, y para hacer que los diversos elementos del proyecto educativo se unifiquen en torno a las exigencias de la caridad pastoral. Por ser la tarea de los sacerdotes central e insustituible, hay que cuidar su formación, partiendo de la cualidad de los formadores.
Todos los fieles pueden contribuir al florecimiento de las vocaciones y a la formación de los presbíteros, rogando al Dueño de la mies, porque lo que forja a un sacerdote es, en primer lugar, su oración y la oración que toda la comunidad eleva al Señor por él y por su ministerio.

Otro tema al que dedicaréis parte de los trabajos de vuestra asamblea es el de la pastoral de la salud. Ciertamente, la enfermedad plantea graves y complejos problemas a la organización social y representa uno de los principales capítulos del servicio que hay que garantizar a los ciudadanos, pero constituye ante todo una dimensión fundamental de la experiencia humana, que interpela la misión de la Iglesia y la conciencia de los creyentes. En efecto, no es una casualidad que el Señor haya querido acompañar el anuncio de la salvación con muchas curaciones de personas que sufrían y que la comunidad cristiana, en todas las épocas, haya hecho del cuidado de los enfermos un signo de la caridad de Cristo. Queda grabado en nuestro corazón el testimonio que nos ha dado mi amado predecesor Juan Pablo II:  hizo de la cátedra del sufrimiento una cumbre de su magisterio.

Iluminada y animada por un testimonio tan grande, la Iglesia está llamada a manifestar solidaridad y solicitud hacia quien afronta la prueba de la enfermedad, en primer lugar ayudando a ver la enfermedad y la muerte misma no como una negación de lo humano, sino como un itinerario que, siguiendo las huellas del sufrimiento, la muerte y la resurrección de Jesús, nos conduce a la vida verdadera y eterna. Merecen ser sostenidas y promovidas las instituciones católicas que tanto hacen en el ámbito sanitario y de la asistencia, para que sean cada vez más ejemplares en conjugar la innovación y la competencia científica con la atención primaria a la persona y a su dignidad. De particular importancia es la misión de los capellanes, que en las galerías de los hospitales encuentran y sostienen espiritualmente a las personas enfermas, haciéndoles sentir la presencia afectuosa y consoladora de nuestro único Salvador Jesucristo. Del mismo modo, ante la pretensión, que aflora a menudo, de eliminar el sufrimiento recurriendo incluso a la eutanasia, es preciso reafirmar la dignidad inviolable de la vida humana, desde su concepción hasta su término natural.

Queridos hermanos obispos italianos, durante los trabajos de vuestra asamblea recordaréis de manera especial el cuadragésimo aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II. Me uno de todo corazón a vosotros en esta conmemoración, en espera de la celebración, que yo mismo haré el próximo 8 de diciembre, del don extraordinario que la Iglesia y la humanidad han recibido a través del Concilio. Además, deseo deciros que aprecio mucho el discernimiento tempestivo y el compromiso unitario con que ayudáis a vuestras comunidades y a toda la nación italiana a actuar en favor del bien de las personas y de la sociedad. Os animo a proseguir por este camino con serenidad y valentía, para ofrecer a todos la luz del Evangelio y la palabra de Aquel que es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6) para nosotros y para el mundo.

Os encomiendo a todos a la protección amorosa de Santa María de los Ángeles e invoco a san Francisco y santa Clara de Asís, tan queridos por los italianos, para que os guíen en la reflexión y os ayuden a promover la fe y la santidad de vida en el pueblo cristiano. Os envío a cada uno de vosotros, a vuestras Iglesias y a toda la nación, junto con la expresión de mi profundo afecto, mi bendición apostólica.

Vaticano, 10 de noviembre de 2005

BENEDICTO XVI



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