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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL GIANFRANCO RAVASI
POR LA XV SESIÓN PÚBLICA DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS

 

Al venerado hermano
Cardenal Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo pontificio para la cultura

Con ocasión de la XV sesión pública de las Academias pontificias me complace hacerle llegar mi cordial saludo, que extiendo de buen grado a los presidentes y a los académicos, en particular a usted, venerado hermano, que preside el Consejo de coordinación. Asimismo, dirijo mi saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los señores embajadores y a todos los participantes en esta cita anual.

Hace quince años, el venerable Juan Pablo II instituyó el Consejo de coordinación y el Premio de las Academias pontificias dando un significativo aliento y un consistente impulso al desarrollo de sus actividades. Ahora, evaluando atentamente todo lo que se ha hecho, es preciso impulsar ulteriormente el camino de renovación de todas y cada una de las Academias pontificias, a fin de que, de modo cada vez más eficaz, puedan dar su contribución a la Sede apostólica y a toda la Iglesia. Por tanto le pido a usted, venerado hermano, que siga con especial solicitud el recorrido de cada institución, promoviendo, al mismo tiempo, un proceso de apoyo recíproco y de creciente colaboración.

Han preparado la XV sesión pública la Academia pontificia mariana internacional y la Academia pontificia de la Inmaculada, las cuales, muy oportunamente, han querido que en esta solemne asamblea se recordara el 60° aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción de María, proponiendo el tema: «La Asunción de María, signo de consuelo y de esperanza segura». En efecto, el 1 de noviembre de 1950, durante un memorable jubileo, el venerable Pío xii, promulgando la constitución apostólica Munificentissimus Deus, proclamaba solemnemente este dogma en la plaza de San Pedro. Algunos años antes, en 1946, el padre Carlo Balić, o.f.m., había fundado la Academia mariana internacional precisamente para sostener y coordinar el movimiento asuncionista.

En el difícil y delicado momento histórico que siguió a la conclusión de la segunda guerra mundial, Pío XII, con ese gesto solemne, quiso indicar, no sólo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, la singular figura de María como modelo y paradigma de la nueva humanidad redimida por Cristo: «Cabe esperar —afirmó— que todos aquellos que mediten los gloriosos ejemplos de María queden cada vez más persuadidos del valor de la vida humana (...) y que esté ante los ojos de todos, de modo luminosísimo, a cuán excelso fin están destinados los cuerpos y las almas; que la fe en la Asunción corporal de María al cielo haga más firme y activa la fe en nuestra resurrección» (Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 753-771). Considero muy actuales estos deseos, y también yo os invito a todos a dejaros guiar por María para ser anunciadores y testigos de la esperanza que brota de la contemplación de los misterios de Cristo, muerto y resucitado para nuestra salvación.

María, de hecho, como enseña el concilio Vaticano II en la constitución dogmática Lumen gentium, es signo de esperanza cierta y de consuelo para el pueblo de Dios peregrino en la historia: «La madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3, 10), brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). En la carta encíclica Spe salvi, dedicada a la esperanza cristiana, no podía yo dejar de recordar el papel especial de María para sostener y guiar el camino de los creyentes hacia la patria del cielo. Me dirigí a ella, invocándola como Estrella de la esperanza para la Iglesia y para toda la humanidad (cf. n. 49). María es la estrella resplandeciente de luz y de belleza, que anuncia y anticipa nuestro futuro, la condición definitiva a la cual nos llama Dios, Padre rico en misericordia.

Los Padres y los Doctores de la Iglesia, haciéndose eco también del sentimiento común de los fieles y reflexionando sobre lo que la liturgia celebraba, proclamaron el singular privilegio de María, e ilustraron su luminosa belleza, que sostiene y alimenta nuestra esperanza.

San Juan Damasceno, que dedicó a la Asunción de María tres magníficos sermones, predicados en Jerusalén en el año 740 ante la tumba que la tradición indica como la tumba de María, afirma lo siguiente: «Tu alma, de hecho, no bajó a los infiernos; tu carne no vio la corrupción. Tu cuerpo inmaculado y totalmente hermoso no permaneció en la tierra; al contrario, tú estás sentada en el trono en el reino celestial como reina, señora, dominadora, la Madre de Dios, la verdadera Madre de Dios elevada al cielo» (Homilía I sobre la Dormición: PG 96, 719).

De esta voz de la Iglesia de Oriente se hace eco, entre las numerosas voces del Occidente latino, la del cantor de María, san Bernardo de Claraval, el cual evoca así la Asunción: «Nuestra Reina nos ha precedido; nos ha precedido y la han recibido tan jubilosamente, que los siervos pueden seguir a su Señora con confianza diciendo: Llévanos contigo, correremos detrás del olor de tus perfumes (Ct 1, 3). Nuestra humanidad peregrina mandó delante a su Abogada que, al ser Madre del Juez y Madre de misericordia, podrá tratar con devoción y eficacia la causa de nuestra salvación. Nuestra tierra ha enviado hoy al cielo un precioso regalo a fin de que, dando y recibiendo, se unan en un feliz intercambio de amistad lo humano a lo divino, lo terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo (...) Es la Reina de los cielos, es misericordiosa, es la Madre del Hijo unigénito de Dios» (In assumptione b.m.v, Sermo I: PL 183, 415).

Recorriendo, pues, la via pulchritudinis que el siervo de Dios Pablo vi indicó como fecundo itinerario de investigación teológica y mariológica, quiero señalar la profunda sintonía entre el pensamiento teológico y místico, la liturgia, la devoción mariana y las obras de arte, que, con el esplendor de los colores y de las formas, cantan el misterio de la Asunción de María y su gloria celestial al lado del Hijo. Entre estas últimas, os invito a admirar dos particularmente significativas en Roma: los mosaicos absidales de las basílicas marianas de Santa María la Mayor y de Santa María en Trastevere.

Reflexión teológica y espiritual, liturgia, devoción mariana y representación artística forman verdaderamente un todo, un mensaje completo y eficaz, capaz de suscitar la maravilla de los ojos, de tocar el corazón y de impulsar la inteligencia a una comprensión todavía más profunda del misterio de María, en el que vemos claramente reflejado y anunciado nuestro destino, nuestra esperanza.

Por tanto, aprovecho esta ocasión para invitar a los estudiosos de teología y de mariología a recorrer la via pulchritudinis y deseo que, también en nuestros días, gracias a una mayor colaboración entre teólogos, liturgistas y artistas, se ofrezcan a la admiración y a la contemplación de todos, mensajes incisivos y eficaces.

Para alentar a cuantos quieren dar su contribución a la promoción y realización de un nuevo humanismo cristiano, acogiendo la propuesta que formuló el Consejo de coordinación, me alegra asignar ex aequo el Premio de las Academias eclesiásticas pontificias a la Academia mariana de la India, joven y activa sociedad mariológica-mariana que tiene su sede en Bangalore, en India —representada por su presidente, el reverendo Kulandaisamy Rayar—, y al profesor Luís Alberto Esteves dos Santos Casimiro por su profunda disertación doctoral titulada «La Anunciación del Señor en la pintura portuguesa del siglo XVI (1500-1550). Análisis geométrico, iconográfico y significado iconológico».

Asimismo deseo que, como signo de aprecio y de aliento, se otorgue la Medalla del Pontificado al grupo «Gen verde», expresión del Movimiento de los Focolares, por su compromiso artístico fuertemente impregnado de los valores evangélicos y abierto al diálogo entre los pueblos y las culturas.

Por último, a la vez que os deseo un compromiso cada vez más apasionado en vuestros respectivos campos de actividad, os encomiendo a cada uno y vuestro trabajo a la materna protección de la Virgen María, la Tota Pulchra, la Estrella de la esperanza, y de corazón le imparto imparto a usted, señor cardenal, y a todos los presentes una especial bendición apostólica.

Vaticano 15 de diciembre de 2010

 

BENEDICTO XVI



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