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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
PRESENTES EN LA DIÓCESIS DE ROMA


Sala Pablo VI, sábado 10 de diciembre de 2005

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas: 

Es una gran alegría para mí encontrarme con vosotros hoy, en el clima espiritual del Adviento, mientras nos preparamos para la santa Navidad. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, religiosos y religiosas, miembros de institutos  seculares  y  de nuevas formas de vida consagrada, presentes en la diócesis de Roma, donde realizáis un servicio muy apreciado, insertándoos bien en las diversas realidades sociales y pastorales. ¡Gracias de corazón por vuestro servicio!

Saludo en particular a los que viven en los monasterios de vida contemplativa, y que están espiritualmente unidos a nosotros, así como a las personas de vida consagrada procedentes de África, de América Latina y de Asia que estudian en Roma o que pasan aquí un período de su existencia, participando también ellos activamente en la misión de la Iglesia en esta ciudad.

Dirijo un saludo fraterno al cardenal Camillo Ruini, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Desde siempre los consagrados y las consagradas constituyen en la Iglesia de Roma una presencia valiosa, entre otras razones porque dan un testimonio peculiar de la unidad y la universalidad del pueblo de Dios. Os agradezco el trabajo que realizáis en la viña del Señor y el empeño que ponéis para afrontar los desafíos que plantea la cultura actual a la evangelización en una metrópoli ya cosmopolita como la nuestra.

El complejo contexto social y cultural de nuestra ciudad, en el que os encontráis inmersos, no sólo exige de vosotros una atención constante a los problemas locales, sino también una valiente fidelidad a vuestro carisma peculiar. En efecto, la vida consagrada, desde sus orígenes, se ha caracterizado por su sed de Dios:  quaerere Deum. Por tanto, vuestro anhelo primero y supremo debe ser testimoniar que es necesario escuchar y amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, antes que a cualquier otra persona o cosa. Este primado de Dios es de suma importancia precisamente en nuestro tiempo, en el que hay una gran ausencia de Dios. No tengáis miedo de presentaros, incluso de forma visible, como personas consagradas, y tratad de manifestar siempre vuestra pertenencia a Cristo, el tesoro escondido por el que lo habéis dejado todo. Haced vuestro el conocido lema que resumía el programa de san Benito:  "No anteponer nada al amor de Cristo".

Ciertamente, son numerosos los desafíos y las dificultades que encontráis hoy en vuestro trabajo en varios frentes. En vuestras residencias y en las obras apostólicas estáis bien insertados en los programas de la diócesis, colaborando, como ha dicho el cardenal Ruini, en las diversas ramas de la acción pastoral, también gracias a la conexión que realizan los organismos de representación de la vida consagrada, como la Conferencia italiana de superiores mayores y la Unión de superioras mayores de Italia, el Grupo de institutos seculares y el Ordo Virginum. Proseguid por este camino, fortaleciendo vuestra fidelidad a los compromisos asumidos, al carisma de vuestros respectivos institutos y a las orientaciones de la Iglesia local. Esta fidelidad, como sabéis, es posible a quienes se mantienen firmes en las fidelidades diarias, pequeñas pero insustituibles:  ante todo, fidelidad a la oración y a la escucha de la palabra de Dios; fidelidad al servicio de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, de acuerdo con el propio carisma; fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, comenzando por la enseñanza acerca de la vida consagrada; y fidelidad a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, que nos sostienen en las situaciones difíciles de la vida, día tras día.

Parte constitutiva de vuestra misión es, además, la vida comunitaria. Al esforzaros por formar comunidades fraternas, mostráis que gracias al Evangelio pueden cambiar también las relaciones humanas, que el amor no es una utopía, sino más bien el secreto para construir un mundo más fraterno. El libro de los Hechos de los Apóstoles, después de describir la fraternidad realizada en la comunidad de los cristianos, destaca, casi como consecuencia lógica, que "la palabra de Dios iba creciendo y se multiplicaba considerablemente el número de los discípulos" (Hch 6, 7). La difusión  de la Palabra es la bendición que el  Dueño  de  la mies da a la comunidad que se toma en serio el compromiso de hacer crecer la caridad en la fraternidad.

Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia necesita vuestro testimonio; necesita una vida consagrada que afronte con valentía y creatividad los desafíos de nuestro tiempo. Ante el avance del hedonismo se os pide el testimonio valiente de la castidad, como expresión de un corazón que conoce la belleza y el precio del amor de Dios. Ante la sed de dinero, que hoy domina casi por doquier, vuestra vida sobria y consagrada al servicio de los más necesitados recuerda que Dios es la riqueza verdadera que no perece. Ante el individualismo y el relativismo, que inducen a las personas a ser norma única para sí mismas, vuestra vida fraterna, capaz de dejarse coordinar  y por tanto capaz de obediencia, confirma que ponéis en Dios vuestra realización. No se puede por menos de desear que la cultura de los consejos evangélicos, que es la cultura de las Bienaventuranzas, crezca en la Iglesia, para sostener la vida y el testimonio del pueblo cristiano.

El decreto conciliar Perfectae caritatis, de cuya promulgación celebramos este año el cuadragésimo aniversario, afirma que las personas consagradas "evocan ante todos los cristianos aquel maravilloso matrimonio, fundado por Dios y que se ha de manifestar plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene como único esposo a Cristo"  (n. 12). La  persona  consagrada vive en su tiempo, pero su corazón está proyectado más allá del tiempo y testimonia  al hombre contemporáneo, a menudo absorbido por las cosas del mundo, que su verdadero destino es Dios mismo.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco el servicio que prestáis al Evangelio, vuestro amor a los pobres y a los que sufren, vuestro esfuerzo en el campo de la educación y la cultura, la incesante oración que se eleva desde los monasterios y la multiforme actividad que lleváis a cabo.

Que la Virgen santísima, modelo de vida consagrada, os acompañe y sostenga, a fin de que podáis ser para todos "signo profético" del reino de los cielos. Os aseguro mi recuerdo en la oración y de corazón os bendigo a todos.

 



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