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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO EMBAJADOR DE FRANCIA ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 19 de diciembre de 2005

 

Señor embajador: 

Con alegría recibo de sus manos las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Francia ante la Santa Sede. A la vez que le agradezco las corteses palabras que me ha dirigido, le doy una cordial bienvenida con ocasión de este encuentro solemne, con el que inicia la misión que le ha sido encomendada. Agradezco los buenos sentimientos de su excelencia el señor Jacques Chirac, presidente de la República francesa, y le ruego que le transmita mis mejores deseos para él y para todo el pueblo de Francia.

Ya conoce usted la atención particular que la Iglesia y la Santa Sede prestan a la nación francesa. Y también conoce el compromiso de la Iglesia católica en la sociedad, en todos los niveles. Permítame, señor embajador, enviar a través de usted mi saludo fraterno a los pastores y a los fieles católicos de su país, animándolos a proseguir su misión apostólica y sus obras de solidaridad fraterna en las parroquias, los movimientos y las asociaciones; se trata de actitudes que pertenecen a la tradición cristiana y que encuentran su fundamento en el amor de Cristo a cada persona, digna de ser amada por sí misma.

Su país celebra este año el centenario de la ley de separación de las Iglesias y del Estado. Como recordó mi predecesor el Papa Juan Pablo II en la carta que dirigió el 11 de febrero pasado a los obispos de Francia, el principio de laicidad consiste en una sana distinción de los poderes, que no es en absoluto una oposición y que permite a la Iglesia "participar cada vez más activamente en la vida de la sociedad, respetando las competencias de cada uno" (n. 2:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de febrero de 2005, p. 3). Esa concepción también debe permitir promover más la autonomía de la Iglesia, tanto en su organización como en su misión. A este propósito, me complace la existencia y los encuentros de las instancias de diálogo entre la Iglesia y las autoridades civiles, en todos los niveles. Estoy seguro de que eso permitirá que todas las fuerzas existentes contribuyan al bien de los ciudadanos y dará frutos en la vida social.

Como usted ha recordado, su país acaba de vivir un período difícil en el campo social, al ponerse de manifiesto la profunda insatisfacción de una parte de la juventud; esa situación parece haber afectado no solamente a los suburbios de las grandes ciudades, sino más profundamente a todos los estratos de la población. Las violencias internas que marcan a las sociedades y que no se puede por menos de condenar constituyen, sin embargo, un mensaje, especialmente de parte de la juventud, que nos invita a tomar en cuenta las demandas de los jóvenes y, como recordó monseñor Jean-Pierre Ricard, arzobispo de Burdeos y presidente de la Conferencia episcopal de Francia, al final de la asamblea de Lourdes en el pasado mes de noviembre, a dar "una respuesta a la altura de estas tensiones dramáticas de nuestra sociedad". Permítame saludar aquí a todos los que están comprometidos, especialmente mediante el diálogo y la cercanía fraterna a los jóvenes, para que el clima social sea nuevamente pacífico, pues se trata de una responsabilidad de todos los ciudadanos.

Su país ha acogido a numerosos trabajadores extranjeros y a sus familias, que han contribuido en gran medida al desarrollo  de la nación desde el fin de la segunda guerra mundial. Hoy hay que darles gracias a ellos y a sus descendientes por esta riqueza económica, cultural y social en la que han participado. La mayoría de ellos se han convertido así en ciudadanos franceses de pleno derecho.

El desafío consiste hoy en vivir los valores de igualdad y fraternidad, que forman parte de los valores incluidos en el lema de Francia, procurando que todos los ciudadanos puedan realizar, en el respeto de las diferencias legítimas, una verdadera cultura común, portadora de los valores morales y espirituales fundamentales.

También es necesario proponer a los jóvenes un ideal de sociedad y un ideal personal, para que conserven razones de  vivir y de esperar, y tengan más confianza en un porvenir mejor que les permita  edificar su existencia, encontrar trabajo para afrontar sus necesidades y las de su familia, y para alcanzar el bienestar al que naturalmente tienen derecho.

Así pues, en último término, vuestro país, al igual que las otras naciones del continente, está invitado a dar un paso suplementario hacia la integración de todos en la sociedad, en nombre de la dignidad intrínseca de toda persona y de su carácter central en la sociedad, que recordaba el concilio ecuménico Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 9), como usted mismo evocó. A este precio, en gran parte, se logra la paz social.

También conviene prestar atención muy especial a la institución conyugal y familiar, a la que no puede equipararse ninguna otra forma de organización relacional, pues es el fundamento de la vida social y desempeña un papel insustituible en la educación de la juventud, conjugando autoridad y apoyo afectivo, dando a todos los jóvenes los valores indispensables para su maduración personal y el sentido del bien común, así como todos los elementos necesarios para la vida social. Para ello, hay que ayudarla y sostenerla, de modo que no dimita de su misión educativa dejando a los jóvenes abandonados a sí mismos.

Quiero felicitar aquí a los educadores, al personal de los centros escolares y a todos los movimientos que se dedican a sostener a los padres en su labor educativa, ayudándoles a formar la conciencia de los jóvenes, para que estos puedan ser el día de mañana adultos responsables no sólo de sí mismos sino también de sus hermanos los hombres y de la buena marcha de la sociedad. Sepan todos que la Iglesia, que está comprometida por doquier en la defensa de la familia, quiere ayudarles en su tarea.

Por otra parte, es necesario acompañar a los jóvenes para que puedan tomar su camino y sentirse miembros de pleno derecho de la sociedad. Todo ello contribuirá en gran medida a la cohesión nacional entre las generaciones y a la creación de un entramado social más fuerte. Con este mismo espíritu, también deseo llamar la atención de todos los hombres de buena voluntad hacia las decisiones y las acciones en materia de bioética, que muestran una tendencia cada vez más marcada a considerar al ser humano, especialmente en los primeros instantes de su existencia, como un simple objeto de investigación. Las cuestiones éticas no se han de afrontar ante todo desde el punto de vista de la ciencia, sino desde el punto de vista del ser humano, que debe ser respetado imperativamente. Si no se acepta este criterio moral fundamental, será difícil crear una sociedad verdaderamente humana, que respete a todos los seres que la componen, sin distinción alguna.

Por múltiples razones, su país está atento a los países emergentes y a los que se esfuerzan por logar un verdadero desarrollo económico y social. Lo demuestra la reciente cumbre África-Francia, que se celebró en Malí. Los países ricos tienen una gran responsabilidad en el crecimiento de las sociedades y en el desarrollo de los ciudadanos de las naciones que atraviesan dificultades, no sólo para proporcionarles ayudas económicas, sino también para formar técnicamente a los cuadros y al personal que harán a esas naciones cada vez más autónomas y protagonistas en la economía mundial.

Están llamados a participar especialmente en la creación de estructuras locales autosuficientes que permitan a los habitantes obtener los recursos necesarios para su subsistencia. En efecto, hoy resulta más urgente que nunca proseguir e intensificar las actividades más concretas posibles, apoyándose en las poblaciones locales, especialmente en las mujeres y los jóvenes, que, sobre todo en las sociedades africanas, ocupan un lugar primordial y pueden dar en gran medida un nuevo impulso a la economía y a la vida social.

Al final de nuestro encuentro, quiero expresarle, excelencia, mis mejores deseos para la misión que comienza hoy. Tenga la seguridad de que siempre encontrará en mis colaboradores la atención y la ayuda que necesite.

Encomendando al pueblo de Francia y a sus autoridades a la benevolencia de Nuestra Señora de Lourdes y a los numerosos santos y santas de su tierra, tan venerados por gran número de sus compatriotas, pido al Señor que los sostenga a todos, para que, apoyándose en su patrimonio y en su larga tradición espirituales, puedan edificar una sociedad de paz y de justicia, y contribuir a una solidaridad cada vez mayor entre las personas y entre los pueblos.

De buen grado le imparto, excelencia, la bendición apostólica a usted, así como a sus colaboradores y a sus seres queridos.

 



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