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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS RABINOS JEFES DE ISRAEL


Jueves 15 de septiembre de 2005

 

Distinguidos señores: 

Os doy una cordial bienvenida y os expreso mi aprecio porque vuestra visita quiere poner de relieve los resultados positivos que han derivado de la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II, cuyo cuadragésimo aniversario estamos conmemorando durante este año. Considero vuestra visita como un paso más en el proceso de establecer relaciones religiosas más profundas entre católicos y judíos, proceso que ha recibido nuevo impulso y energía de Nostra aetate y de las numerosas formas de contacto, diálogo y cooperación que han tenido su origen en los principios y en el espíritu de ese documento. La Iglesia sigue realizando todos los esfuerzos posibles para llevar a la práctica la concepción del Concilio de una nueva era de mayor comprensión mutua, respeto y solidaridad entre nosotros.

La declaración Nostra aetate ha sido un hito en el camino hacia la reconciliación de los cristianos con el pueblo judío. Pone de relieve que "los judíos siguen siendo todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente ni de sus dones ni de su vocación" (n. 4).

Hoy, debemos seguir buscando el modo de asumir la responsabilidad de que hablé durante mi reciente visita a la sinagoga de Colonia:  "Pasar a los jóvenes la antorcha de la esperanza que fue entregada por Dios tanto a los judíos como  a los cristianos, para que las fuerzas del mal nunca más prevalezcan, y las generaciones futuras, con la ayuda de Dios, puedan construir un mundo más justo y pacífico en el que todos los hombres tengan el mismo derecho de ciudadanía" (Discurso, 19 de agosto de 2005:   L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 6).

Los ojos del mundo se vuelven constantemente a Tierra Santa, la tierra que consideran santa los judíos, los cristianos y los musulmanes. Por desgracia, también atraen a menudo nuestra atención los actos de violencia y terror, causa de inmensos sufrimientos para todos los que viven en ella. Debemos seguir insistiendo en que la religión y la paz van juntas.

En esta ocasión, mi pensamiento se dirige también a las comunidades cristianas de Tierra Santa, presencia viva y testimonio allí desde los albores del cristianismo en medio de todas las vicisitudes de la historia. Hoy, esos hermanos y hermanas en la fe afrontan nuevos y mayores desafíos. A la vez que nos alegramos de que las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel hayan llevado a formas de cooperación más sólidas y estables, esperamos con ilusión el cumplimiento del Acuerdo fundamental sobre cuestiones aún pendientes.

Queridos rabinos jefes, como líderes religiosos, tenemos ante Dios una gran responsabilidad por nuestras enseñanzas y por nuestras decisiones. Que el Señor nos sostenga al servir a la gran causa de promover el carácter sagrado de la vida humana y defender la dignidad humana de toda persona, para que reinen en el mundo la justicia y la paz.

 



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