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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE ALEMANIA
EN VISITA "AD LIMINA"

Sala del Consistorio
Viernes 10 de noviembre de 2006

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado: 

¡Bienvenidos a la casa del Sucesor de Pedro! Con la alegría de la fe, cuyo anuncio es nuestro servicio común de pastores, os doy la bienvenida a este encuentro con el primer grupo de obispos alemanes, con ocasión de la visita ad limina. Después de mis visitas a Alemania para la Jornada mundial de la juventud en 2005 y, más recientemente, en septiembre, visitas durante las cuales pude encontrarme, al menos brevemente, con muchos de vosotros, me alegra acogeros aquí para repasar juntos la situación de la Iglesia en nuestro país.

Desde luego, no es necesario que lo diga expresamente:  me importan mucho los católicos de las diócesis alemanas y, en general, todos los cristianos de nuestro país. Ruego todos los días para que Dios bendiga al pueblo alemán y a todas las personas que viven en nuestra patria. Ojalá que el gran amor de Dios toque y transforme el corazón de todos. Me siento agradecido porque, a través del diálogo con cada uno de vosotros, no sólo puedo profundizar nuestra amistad y nuestra relación personal, sino también conocer mejor la situación de vuestras diócesis. En los dos discursos con los que concluimos los encuentros personales quisiera destacar algunos aspectos de la vida eclesial que me interesan particularmente en este momento de nuestra historia.

La República federal de Alemania comparte con todo el mundo occidental una cultura caracterizada por la secularización, en la que Dios desaparece cada vez más de la conciencia pública, en la que el carácter único de la persona de Cristo se oscurece y en la que los valores formados por la tradición de la Iglesia pierden cada vez más su eficacia. Así, también para cada persona la fe resulta cada vez más difícil; los proyectos de vida y el modo de vivir se determinan cada vez más según el gusto personal. Esta es la situación que deben afrontar tanto los pastores de la Iglesia como los fieles. Por tanto, muchos se han dejado arrastrar por el desaliento y la resignación, actitudes que obstaculizan el testimonio del Evangelio liberador y salvífico de Cristo.

En el fondo, ¿no se presenta también el cristianismo sólo como una de las muchas propuestas para dar sentido a la vida? Es una pregunta que muchos se formulan. Pero, al mismo tiempo, ante la fragilidad y la breve duración de la mayor parte de dichas propuestas, muchos buscan el mensaje cristiano, preguntando y esperando, y desean que les demos respuestas convincentes.

La Iglesia en Alemania debe considerar la situación a la que acabo de aludir como un desafío providencial y afrontarla con valentía. Los cristianos no debemos temer la confrontación espiritual con una sociedad que detrás de su ostentada superioridad intelectual esconde la perplejidad ante los interrogantes existenciales últimos. Las respuestas que la Iglesia recibe del Evangelio del Logos que verdaderamente se hizo hombre, se han demostrado válidas con respecto al pensamiento de los últimos dos milenios; tienen un valor perenne.

Fortalecidos por esta certeza, podemos dar cuenta a todos los que nos piden razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Esto vale también para nuestras relaciones con los fieles de las demás religiones, sobre todo con los numerosos musulmanes que viven en Alemania, y a los que tratamos con respeto y benevolencia. Precisamente ellos, que son fieles a sus convicciones y cumplen sus ritos religiosos a menudo con gran seriedad, tienen derecho a recibir nuestro testimonio humilde y firme en favor de Jesucristo. Pero para poderlo dar con fuerza persuasiva, hace falta un compromiso serio. Para ello, en los lugares en los que la población musulmana es numerosa, deberían estar disponibles interlocutores católicos con conocimientos adecuados tanto de la lengua como de la historia de las religiones, que los capaciten para dialogar con los musulmanes. Pero este diálogo presupone ante todo un sólido conocimiento de la propia fe católica.

Con esto hemos tocado otro tema de gran importancia:  la enseñanza de la religión, las escuelas católicas y la formación católica de los adultos. Este ámbito exige una nueva y particular atención por parte de los obispos. Ante todo, es necesario cuidar los programas de estudio para la enseñanza de la religión, que deben inspirarse en el Catecismo de la Iglesia católica, para que a lo largo de los estudios se transmita la totalidad de la fe y de las costumbres de la Iglesia. En el pasado, el contenido de la catequesis con frecuencia se ponía en segundo plano con respecto a los métodos didácticos. La presentación integral y comprensible de los contenidos de fe es un aspecto decisivo para la aprobación de los libros de texto destinados a la enseñanza de la religión.

Igualmente importante es también la fidelidad de los profesores a la fe de la Iglesia y su participación en la vida litúrgica y pastoral de las parroquias o de las comunidades eclesiales en cuyo territorio realizan su trabajo. Además, en las escuelas católicas es importante que la introducción a la visión católica del mundo y a la práctica de la fe, así como la formación católica integral de la personalidad, se transmitan de modo convincente no sólo durante la hora de religión, sino también durante toda la jornada escolar, especialmente a través del testimonio personal de los profesores.

La misma importancia hay que dar a las múltiples instituciones y actividades en el ámbito de la formación de los adultos. Aquí es preciso prestar una atención particular a la elección de los temas y de los formadores para que, a causa de cuestiones superficialmente actuales o de problemas marginales, no se descuiden los contenidos centrales de la fe y del enfoque cristiano de la vida.

La transmisión completa y fiel de la fe en la escuela y en la formación de los adultos, a su vez, depende de modo decisivo de la formación de los candidatos al sacerdocio y de los profesores de religión en las facultades teológicas y en las universidades. No se subrayará jamás suficientemente que la fidelidad al depósito de la fe, tal como lo presenta el magisterio de la Iglesia, es el presupuesto por excelencia para una investigación y una enseñanza serias. Esta fidelidad es también una exigencia de honradez intelectual para todo el que realiza una tarea de enseñanza académica por mandato de la Iglesia. Aquí los obispos tienen el deber de dar su nihil obstat como principales responsables sólo después de un esmerado examen. Sólo una facultad teológica que se sienta obligada a respetar este principio estará en condiciones de dar una contribución auténtica al intercambio espiritual dentro de la universidad.

Venerados hermanos, permitidme hablar también de la formación en los seminarios mayores. Al respecto, el concilio Vaticano II, en su decreto Optatam totius, estableció normas importantes que, por desgracia, aún no se han aplicado plenamente. Esto vale en particular para la institución del así llamado curso propedéutico antes del inicio de los estudios propiamente tales. Ese curso no sólo debería transmitir un sólido conocimiento de las lenguas clásicas, que se ha de exigir expresamente para el estudio de la filosofía y de la teología, sino también la familiaridad con el catecismo, con la práctica religiosa, litúrgica y sacramental de la Iglesia.

Ante el creciente número de personas interesadas y de candidatos que ya no han recibido una formación católica tradicional, ese año propedéutico es urgentemente necesario. Además, durante ese año el alumno puede lograr una mayor claridad sobre su vocación al sacerdocio. Por otra parte, las personas responsables de la formación sacerdotal tienen la posibilidad de conocer mejor al candidato, su madurez humana y su vida de fe. En cambio, los así llamados juegos de rol con dinámicas de grupo, los grupos de autoconciencia y otros experimentos psicológicos son menos adecuados para el objetivo y más bien pueden crear confusión e incertidumbre.

En este contexto más amplio, queridos hermanos en el episcopado, deseo recomendaros de modo particular la Universidad católica de Eichstätt-Ingolstadt. Con ella, la Alemania católica dispone de un lugar excelente para una confrontación de alto nivel académico, y a la luz de la fe católica, con las corrientes espirituales y los problemas, y para la formación de una elite espiritual que pueda afrontar los desafíos del presente y del futuro según el espíritu del Evangelio. La consolidación económica de la única Universidad católica de Alemania debería considerarse un compromiso común de todas las diócesis alemanas, puesto que en el futuro los costes de la misma ya no podrán cubrirlos sólo las diócesis bávaras que, sin embargo, siguen teniendo una responsabilidad particular con respecto a esta Universidad.

Por último, quisiera abordar aún un problema tan urgente como cargado de emotividad:  la relación entre sacerdotes y laicos en el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Descubrimos cada vez más en nuestra cultura secular cuán importante es la colaboración activa de los laicos para la vida de la Iglesia. Deseo dar gracias de corazón a todos los laicos que, en virtud de la fuerza del bautismo, sostienen de modo vivo a la Iglesia. Precisamente porque el testimonio activo de los laicos es tan importante, es igualmente importante que no se confundan los rasgos específicos de las diversas misiones.

La homilía durante la santa misa compete al ministerio ordenado. Cuando hay un número suficiente de sacerdotes y de diáconos, les corresponde a ellos la distribución de la sagrada Comunión. Además, se sigue pidiendo que los laicos puedan realizar las funciones de guía pastoral. A este respecto, no podemos discutir las cuestiones relacionadas sólo a la luz de la conveniencia pastoral, puesto que aquí se trata de verdades de la fe, es decir, de la estructura sacramental jerárquica querida por Jesucristo para su Iglesia. Dado que la Iglesia se funda en la voluntad de Cristo, así como la autoridad apostólica se funda en su mandato, no pueden ser alteradas por los hombres. Sólo el sacramento del Orden autoriza a quien lo recibe a hablar y obrar in persona Christi.

Queridos hermanos, esto es lo que se debe inculcar siempre con gran paciencia y sabiduría, sacando después las debidas consecuencias.

Queridos hermanos en el episcopado, la Iglesia en Alemania tiene profundas raíces espirituales y medios excepcionales para la promoción de la fe y la ayuda a las personas necesitadas tanto en el país como en el extranjero. El número de fieles comprometidos y también la calidad de su trabajo por el bien de la Iglesia y de la sociedad son en verdad notables. Para la realización de la misión de la Iglesia es necesaria también la colaboración, generalmente buena, entre el Estado y la Iglesia, por el bien de todos los alemanes.

Para poder afrontar de modo adecuado los desafíos debidos al permanente proceso de secularización, del que hablamos al inicio, la Iglesia en Alemania debe poner nuevamente de manifiesto sobre todo la fuerza y la belleza de la fe católica:  para poder hacerlo, debe crecer en la comunión con Cristo. En esto, la unidad de los obispos, del clero y de los laicos entre sí y también con la Iglesia universal, especialmente con el Sucesor de Pedro, es de fundamental importancia.

Que la poderosa intercesión de María, Virgen y Madre de Dios, a la que en nuestra patria alemana están dedicados muchos santuarios maravillosos, así como la intercesión de san Bonifacio y de todos los santos de nuestro país, os obtengan a vosotros y a todos los fieles la fuerza y la perseverancia para proseguir con valentía y confianza la gran obra de una renovación auténtica de la vida de fe mediante una adhesión fiel a las indicaciones de la Iglesia universal. Os imparto de corazón la bendición apostólica a todos vosotros, en las tareas de vuestro servicio de pastores, así como a todos los fieles de Alemania.



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