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AUDIENCIA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA*

Lunes 20 de noviembre de 2006

 

Señor presidente de la República:

Le agradezco sinceramente esta visita, con la que me honra hoy, y le expreso mi cordial saludo a usted y, a través de usted, a todo el pueblo italiano, cuyos representantes, el pasado mes de mayo, lo llamaron a desempeñar el más alto cargo del Estado. En esta solemne circunstancia, deseo renovarle personalmente mi más viva felicitación por la elevada dignidad que le ha sido conferida. Extiendo, asimismo, mi saludo a los ilustres miembros de la delegación que lo acompaña.

Al mismo tiempo, desearía manifestar de nuevo a todos los italianos la gratitud que ya les expresé durante mi visita al Quirinal, el 24 de junio de 2005. En efecto, desde mi elección, casi a diario me demuestran, de modo cordial y entusiasta, sus sentimientos de acogida, de atención y de apoyo espiritual en el cumplimiento de mi misión. Por lo demás, en esta cordial cercanía al Papa se manifiesta de modo significativo el vínculo especial de fe y de historia que desde siglos une a Italia con el Sucesor del apóstol san Pedro, el cual, por disposición de la divina Providencia, tiene su sede en este país.

Para asegurar a la Santa Sede "una independencia absoluta y visible" y "garantizarle una soberanía indiscutible también en el ámbito internacional", con el Tratado de Letrán se constituyó el Estado de la Ciudad del Vaticano. En virtud de ese Tratado, la República italiana da, en diversos niveles y con diversas modalidades, una valiosa y constante contribución al desarrollo de mi misión de Pastor de la Iglesia universal.

Por consiguiente, la visita del jefe del Estado italiano al Vaticano me brinda la grata ocasión de expresar mi cordial saludo a todos los componentes del Estado, agradeciéndoles su activa colaboración en beneficio del ministerio petrino y de la obra de la Santa Sede.

Esta visita, señor presidente, no sólo es una feliz confirmación de una tradición, ya consolidada durante varios decenios, de visitas recíprocas entre el Sucesor de Pedro y el más alto cargo del Estado italiano; también reviste un significado importante porque permite reflexionar sobre las razones profundas de los encuentros que tienen lugar entre los representantes de la Iglesia y los del Estado. Me parece que fueron claramente expuestas por el concilio Vaticano II, el cual, en la constitución pastoral Gaudium et spes, afirma: "La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo" (n. 76).

Se trata de una convicción que comparte también el Estado italiano, el cual, en su Constitución, afirma ante todo que "el Estado y la Iglesia católica son independientes y soberanos, cada uno en su orden", y reafirma luego que "sus relaciones están reguladas por los Pactos lateranenses" (art. 7).

Este planteamiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado inspiró también el Acuerdo que introdujo modificaciones en el Concordato lateranense, firmado por la Santa Sede y por Italia el 18 de febrero de 1984, en el que se reafirmaron tanto la independencia y soberanía del Estado y de la Iglesia, como la "colaboración mutua para la promoción del hombre y el bien del país" (art. 1).

Me asocio de buen grado al deseo que formuló usted, señor presidente, al inicio de su mandato, de que esta colaboración continúe desarrollándose concretamente. Sí, la Iglesia y el Estado, aunque son plenamente distintos, están llamados, según su respectiva misión y con sus propios fines y medios, a servir al hombre, que es al mismo tiempo destinatario y partícipe de la misión salvífica de la Iglesia y ciudadano del Estado. Es en el hombre donde estas dos sociedades se encuentran y colaboran para promover mejor su bien integral.

Esta solicitud de la comunidad civil con vistas al bien de los ciudadanos no se puede limitar a algunas dimensiones de la persona, como la salud física, el bienestar económico, la formación intelectual o las relaciones sociales. El hombre se presenta ante el Estado también con su dimensión religiosa, que "consiste sobre todo en actos internos, voluntarios y libres, con los que el hombre se ordena directamente a Dios" (Dignitatis humanae, 3). Esos actos "no pueden ser mandados ni prohibidos" por la autoridad humana, la cual, por el contrario, tiene el deber de respetar y promover esta dimensión: como enseñó autorizadamente el concilio Vaticano II a propósito del derecho a la libertad religiosa, nadie puede ser obligado "a actuar contra su conciencia" y no se le puede "impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa" (ib.).

Ahora bien, no se puede considerar suficientemente garantizado el derecho a la libertad religiosa cuando no se hace violencia, no se interviene sobre las convicciones personales o se limita a respetar la manifestación de la fe en el ámbito del lugar de culto. En efecto, no se debe olvidar que "la misma naturaleza social del hombre exige que este exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa y que profese de modo comunitario su religión" (ib.).

Así pues, la libertad religiosa no sólo es un derecho del individuo, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia misma (cf. Dignitatis humanae, 4-5. 13), y el ejercicio de este derecho influye en los múltiples ámbitos y situaciones donde el creyente se encuentra y actúa. Por tanto, un adecuado respeto del derecho a la libertad religiosa implica que el poder civil tiene la obligación de "crear condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos y cumplir las obligaciones de su religión, y la sociedad misma goce de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad" (ib., 6).

Por lo demás, estos elevados principios, proclamados por el concilio Vaticano II, son patrimonio de muchas sociedades civiles, incluida Italia. En efecto, se encuentran presentes tanto en la Constitución italiana como en los numerosos documentos internacionales que proclaman los derechos humanos.

También usted, señor presidente, ha recordado oportunamente que es necesario reconocer la dimensión social y pública del hecho religioso. El mismo Concilio recuerda que, cuando la sociedad respeta y promueve la dimensión religiosa de sus miembros, recibe a cambio "los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad" (ib.).

La libertad que reivindican la Iglesia y los cristianos no va en perjuicio de los intereses del Estado o de otros grupos sociales, y no tiende a una supremacía autoritaria sobre ellos; más bien, es la condición para que, como dije durante la reciente Asamblea nacional eclesial que tuvo lugar en Verona, se pueda prestar el valioso servicio que la Iglesia ofrece a Italia y a todos los países donde está presente. Ese servicio a la sociedad, que consiste principalmente en "dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de nuestra gente" (Discurso a los participantes en la Asamblea nacional eclesial en Verona, 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 9), ofreciendo a su vida la luz de la fe, la fuerza de la esperanza y el calor de la caridad, se expresa también con respecto al ámbito civil y político. En efecto, aunque es verdad que, por su naturaleza y su misión, "la Iglesia no es y no quiere ser un agente político", sin embargo, "tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política" (ib.).

Esta aportación específica la dan principalmente los fieles laicos, los cuales, actuando con plena responsabilidad y haciendo uso del derecho de participación en la vida pública, se comprometen juntamente con los demás miembros de la sociedad a "construir un orden justo en la sociedad" (ib.). Por lo demás, en su acción se apoyan en "valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano" (ib.), que se pueden reconocer también mediante el recto uso de la razón.

Así, cuando se comprometen con la palabra y con la acción a afrontar los grandes desafíos actuales ―las guerras y el terrorismo, el hambre y la sed, la extrema pobreza de tantos seres humanos, algunas terribles epidemias, y también la defensa de la vida humana en todas sus fases, desde la concepción hasta la muerte natural, y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio y primera responsable de la educación― no actúan por un interés peculiar o en nombre de principios perceptibles únicamente por quien profesa un determinado credo religioso; en cambio, lo hacen en el contexto y según las reglas de la convivencia democrática, por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona de recto sentir puede compartir. Lo demuestra el hecho de que la mayor parte de los valores que he mencionado están proclamados también por la Constitución italiana, la cual fue elaborada, hace ya sesenta años, por hombres de diversas posiciones ideales.

Señor presidente, quisiera concluir estas reflexiones con el deseo cordial de que la nación italiana avance por el camino del auténtico progreso y aporte a la comunidad internacional su valiosa contribución, promoviendo siempre los valores humanos y cristianos que constituyen su historia, su cultura, su patrimonio ideal, jurídico y artístico, y que siguen siendo la base de su existencia y del compromiso de sus ciudadanos. Desde luego, en este compromiso no faltará la leal y generosa contribución de la Iglesia católica a través de la enseñanza de sus obispos, a los que dentro de poco recibiré con ocasión de su visita ad limina Apostolorum, y gracias a la obra de todos los fieles.

Este deseo lo formulo también en la oración, con la cual imploro de Dios todopoderoso una bendición especial sobre este noble país, sobre sus habitantes y, en particular, sobre los que dirigen su destino.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.47, p.6-7 (610-611).



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