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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU SANTIDAD MAR DINKHA IV,
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE


Jueves 21 de junio de 2007

 

Santidad: 

Me complace acogerlo en el Vaticano, junto con los obispos y los sacerdotes que lo acompañan en esta visita. Mi saludo afectuoso se extiende a todos los miembros del Santo Sínodo, al clero y a los fieles de la Iglesia asiria de Oriente. Con las palabras del apóstol san Pablo, ruego para que "el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todos los órdenes" (2 Ts 3, 16).

En varias ocasiones usted, Santidad, se reunió con mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II. Fue muy significativa su visita de noviembre de 1994, cuando vino a Roma acompañado por miembros del Santo Sínodo para firmar la Declaración cristológica común. Esa Declaración incluía la decisión de crear una Comisión conjunta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente. La Comisión conjunta ha emprendido un importante estudio de la vida sacramental en nuestras respectivas tradiciones y ha llegado a un acuerdo sobre la Anáfora de los apóstoles Addai y Mari. Estoy muy agradecido por los resultados de este diálogo, que promete progresos ulteriores en otras cuestiones controvertidas. En efecto, conviene que estos logros se conozcan  y  aprecien mejor, puesto que hacen posibles varias formas de cooperación pastoral entre nuestras dos comunidades.

La Iglesia asiria de Oriente está arraigada en tierras antiguas cuyos nombres están unidos a la historia del designio de salvación de Dios para toda la humanidad. En el tiempo de la Iglesia primitiva, los cristianos de esas tierras contribuyeron de forma notable a la difusión del Evangelio, especialmente mediante su actividad misionera en las regiones más remotas de Oriente.

Hoy, por desgracia, los cristianos de esa región están sufriendo material y espiritualmente. De modo particular en Irak, patria de muchos fieles asirios, las familias y las comunidades cristianas están sintiendo la creciente presión de la inseguridad y la agresión, y experimentan una sensación de abandono. Muchos de ellos no ven otra posibilidad más que abandonar el país y buscar un nuevo futuro en el extranjero.

Esas dificultades son una fuente de gran preocupación para mí, y deseo expresar mi solidaridad a los pastores y los fieles de las comunidades cristianas que permanecen allí, a menudo a costa de heroicos sacrificios. En esas zonas tan probadas, los fieles, tanto católicos como asirios, están llamados a trabajar juntos. Espero y pido a Dios que encuentren modos más eficaces para apoyarse y ayudarse unos a otros para el bien de todos.

Como consecuencia de oleadas sucesivas de emigración, muchos cristianos de las Iglesias orientales viven ahora en Occidente. Esta nueva situación plantea una serie de desafíos a su identidad cristiana y a su vida como comunidad. Al mismo tiempo, cuando los cristianos de Oriente y de Occidente conviven, tienen una gran oportunidad de enriquecerse unos a otros y de comprender más plenamente la catolicidad de la Iglesia que, como peregrina en este mundo, vive, ora y da testimonio de Cristo en contextos  culturales, sociales y humanos diversos.

Los cristianos católicos y asirios, respetando plenamente su respectiva tradición doctrinal y disciplinar, deben rechazar actitudes de antagonismo y declaraciones polémicas, para crecer en la comprensión de la fe cristiana que comparten y dar testimonio como hermanos y hermanas de Jesucristo, "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 24).

Nuevas esperanzas y posibilidades suscitan a veces nuevos temores, y esto vale también con respecto a las relaciones ecuménicas. Algunos cambios recientes en la Iglesia asiria de Oriente han creado algunos obstáculos a la prometedora obra de la Comisión conjunta. Es de esperar que la fecunda labor que la Comisión ha realizado durante estos años continúe, sin perder jamás de vista la meta última de nuestro camino común:  el restablecimiento de la plena comunión.

Trabajar por la unidad de los cristianos es, de hecho, un deber que brota de nuestra fidelidad a Cristo, el Pastor de la Iglesia, que dio su vida "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). Sin embargo, por muy largo y arduo que pueda parecer el camino hacia la unidad, el Señor nos pide que unamos nuestras manos y nuestros corazones para dar juntos un testimonio más claro de él y servir mejor a nuestros hermanos y hermanas, particularmente en las atormentadas regiones de Oriente, donde muchos de nuestros fieles nos miran a nosotros, sus pastores, con esperanza y expectación.

Con estos sentimientos, agradezco una vez más a Su Santidad su presencia aquí hoy y su compromiso de proseguir por el camino del diálogo y de la unidad. Que el Señor bendiga abundantemente su ministerio, y lo sostenga a usted y a los fieles a los que sirve, con sus dones de sabiduría, alegría y paz.



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