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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA FACULTAD TEOLÓGICA
DE LA UNIVERSIDAD DE TUBINGA (ALEMANIA)


 Miércoles 21 de marzo de 2007

 

Querido señor obispo;
estimado señor decano;
amables señores colegas, ¡si me permitís decirlo así!

Os agradezco esta visita, y puedo decir que me alegra verdaderamente de corazón. Por un lado, el encuentro con el propio pasado es siempre una cosa hermosa, puesto que encierra en sí algo que rejuvenece. Por otro, es algo más que un encuentro nostálgico. Usted mismo, señor obispo, ha dicho que es también un signo:  un signo, por un lado, de cuánto me importa la teología —¿y cómo podría ser de otro modo?—, puesto que había considerado como mi verdadera vocación la enseñanza, aunque el buen Dios improvisamente quiso otra cosa. Pero, inversamente, también es un signo de vuestra parte que veáis la unidad interior entre la investigación teológica, la enseñanza y el trabajo teológico, y el servicio pastoral en la Iglesia, y con ello la totalidad del compromiso eclesial con respecto al hombre, al mundo y a nuestro futuro.

Naturalmente, anoche, con vistas a este encuentro, comencé a repasar un poco algunos de mis recuerdos. Y así me ha venido a la memoria un recuerdo que se combina con lo que usted, señor decano, acaba de exponer, es decir, el recuerdo del gran senado. No sé si aún hoy todos los nombramientos pasan por el gran senado. Por ejemplo, era muy interesante que, cuando se debía asignar una cátedra de matemáticas, o de asiriología, o de física de los cuerpos sólidos o cualquier otra materia, la contribución por parte de las otras Facultades era mínima y todo se resolvía más bien rápidamente, porque casi nadie osaba dar su opinión. Era diversa la situación cuando se trataba de las disciplinas humanísticas. En resumidas cuentas, cuando se trataba de las cátedras de teología en ambas Facultades, todos daban su opinión, de modo que se veía que todos los profesores de la Universidad se sentían en cierto modo competentes en teología, tenían la sensación de poder y deber participar en la decisión. Obviamente, la teología les interesaba particularmente.

Así, por una parte, se percibía que los colegas de las otras Facultades consideraban en cierto modo la teología como el corazón de la Universidad, y, por otra, que precisamente la teología era algo que concernía a todos, en la que todos se sentían implicados y, en cierto modo, sabían que eran competentes. En otras palabras, pensándolo bien, esto significa que precisamente en el debate sobre las cátedras de teología la Universidad se podía experimentar como Universidad. Me alegra saber que ahora existen estas cooptaciones, más que en el pasado, aunque Tubinga se ha comprometido siempre en esto. No sé si existe todavía el Leibniz-Kolleg, del que formé parte; de todas formas, la Universidad moderna corre mucho peligro de transformarse en un complejo de institutos superiores, unidos más bien externa e institucionalmente, y menos capaces de formar una unidad interior de universitas.

La teología era evidentemente algo en lo que la universitas estaba presente y donde se mostraba que el conjunto forma una unidad y que, precisamente en la base, hay un interrogante común, una tarea común, una finalidad común. Pienso que en esto se puede ver, por una parte, un alto aprecio de la teología. Considero que se trata de un hecho particularmente importante, que manifiesta que en nuestro tiempo —en el que al menos en los países latinos la laicidad del Estado y de las instituciones estatales se subraya hasta el extremo y, por tanto, se exige dejar fuera todo lo relacionado con Iglesia, cristianismo y fe— existen entramados de los que el complejo que llamamos teología (que, precisamente, también está relacionado de modo fundamental con Iglesia, fe y cristianismo) no puede separarse. Así, resulta evidente que en este conjunto de nuestras realidades europeas —aunque, bajo un cierto aspecto, son y deben ser laicas— el pensamiento cristiano, con sus preguntas y respuestas, está presente y lo acompaña.

Digo que este hecho, por un lado, manifiesta que precisamente la teología sigue dando en cierto modo su aportación a la constitución de lo que es la Universidad; pero, por otro, significa naturalmente también un inmenso desafío para la teología satisfacer esta expectativa, estar a su altura y prestar el servicio que se le encomienda y se espera de ella. Me complace que, a través de las cooptaciones, ahora sea visible de modo muy concreto —aún mucho más que entonces— que el debate intrauniversitario hace de la Universidad verdaderamente lo que ella es, implicándola en una dinámica colectiva de preguntas y respuestas. Pero pienso que hay aún un motivo para reflexionar hasta qué punto somos capaces —no sólo en Tubinga, sino también en otros lugares— de satisfacer esta exigencia. En efecto, la Universidad y la sociedad, la humanidad, necesitan preguntas, pero necesitan también respuestas. Y considero que a este respecto es evidente para la teología —y no sólo para la teología— una cierta dialéctica entre el cientificismo rígido y la pregunta más grande que la trasciende, y repetidamente emerge en ella, la pregunta sobre la verdad.

Quisiera hacer esto más claro mediante un ejemplo. Un exegeta, un intérprete de la Sagrada Escritura, debe explicarla como obra histórica "secundum artem", es decir, con el rígido cientificismo que conocemos, según todos los elementos históricos que esto requiere, según el método necesario. Sin embargo, esto por sí solo no basta para ser un teólogo. Si se limitara a hacer esto, entonces la teología, o como quiera que sea, la interpretación de la Biblia, sería algo semejante a la egiptología, a la asiriología o a cualquier otra especialización. Para ser teólogo y prestar el servicio a la Universidad y, me atrevo a decir, a la humanidad, por tanto, el servicio que se espera de él debe ir más allá y preguntarse:  Pero ¿es verdad lo que allí se dice? Y si es verdad, ¿nos concierne? Y ¿de qué modo nos concierne? Y ¿cómo podemos reconocer que es verdadero lo que nos concierne?

Considero que, en este sentido, aun en el ámbito del cientificismo, la teología siempre se necesita y se interpela incluso más allá del cientificismo. La Universidad y la humanidad necesitan hacerse preguntas. Allí donde ya no se hacen preguntas, incluso las que se refieren a lo esencial y van más allá de toda especialización, ya no recibimos ni siquiera respuestas. Sólo si preguntamos y con nuestras preguntas somos radicales, tan radicales como debe ser radical la teología, más allá de toda especialización, podemos esperar obtener respuestas a estas preguntas fundamentales que nos conciernen a todos. Ante todo, debemos preguntar. Quien no pregunta, no recibe respuesta. Pero —añadiría— la teología necesita, además de la valentía de preguntar, también la humildad de escuchar las respuestas que nos da la fe cristiana; la humildad de percibir en estas respuestas su racionalidad y de hacerlas de este modo nuevamente accesibles a nuestro tiempo y a nosotros mismos. Así, no sólo se constituye la Universidad, sino también se ayuda a la humanidad a vivir. Para esta tarea, invoco sobre vosotros la bendición de Dios.



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