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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE EL TEMA
"CONFIANZA EN LA RAZÓN" CON MOTIVO DEL X ANIVERSARIO
DE LA ENCÍCLICA "FIDES ET RATIO"

Sala Clementina
Jueves 16 de octubre de 2008

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señoras,
ilustres señores:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión del Congreso oportunamente organizado en el décimo aniversario de la encíclica Fides et ratio. Agradezco ante todo a monseñor Rino Fisichella las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de este encuentro. Me complace que en las jornadas de estudio de vuestro Congreso colaboren concretamente la Universidad Lateranense, la Academia pontificia de ciencias y la Conferencia mundial de instituciones universitarias católicas de filosofía. Esa colaboración es siempre deseable, sobre todo cuando se está llamado a dar razón de la propia fe ante los desafíos cada vez más complejos que afrontan los creyentes en el mundo contemporáneo.

A diez años de distancia, una mirada atenta a la encíclica Fides et ratio permite percibir con admiración su actualidad perdurable: en ella se revela la clarividente profundidad de mi inolvidable predecesor. En efecto, la encíclica se caracteriza por su gran apertura con respecto a la razón, sobre todo en una época en la que se ha teorizado la debilidad de la razón. Juan Pablo II subraya en cambio la importancia de conjugar la fe y la razón en su relación recíproca, aunque respetando la esfera de autonomía propia de cada una.

La Iglesia, con este magisterio, se ha hecho intérprete de una exigencia emergente en el contexto cultural actual. Ha querido defender la fuerza de la razón y su capacidad de alcanzar la verdad, presentando una vez más la fe como una forma peculiar de conocimiento, gracias a la cual nos abrimos a la verdad de la Revelación (cf. Fides et ratio, 13). En la encíclica se lee que hay que tener confianza en la capacidad de la razón humana y no prefijarse metas demasiado modestas: "La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón" (n. 56).

Por lo demás, el paso del tiempo manifiesta cuántos objetivos ha sabido alcanzar la razón, movida por la pasión por la verdad. ¿Quién podría negar la contribución que los grandes sistemas filosóficos han dado al desarrollo de la autoconciencia del hombre y al progreso de las diversas culturas? Estas, por otra parte, se hacen fecundas cuando se abren a la verdad, permitiendo a cuantos participan en ellas alcanzar objetivos que hacen cada vez más humana la convivencia social. La búsqueda de la verdad da sus frutos sobre todo cuando está sostenida por el amor a la verdad. San Agustín escribió: "Lo que se posee con la mente se tiene conociéndolo, pero ningún bien se conoce perfectamente si no se ama perfectamente" (De diversis quaestionibus 35, 2).

Con todo, no podemos ignorar que se ha verificado un deslizamiento desde un pensamiento preferentemente especulativo a uno más experimental. La investigación se ha orientado sobre todo a la observación de la naturaleza tratando de descubrir sus secretos. El deseo de conocer la naturaleza se ha transformado después en la voluntad de reproducirla. Este cambio no ha sido indoloro: la evolución de los conceptos ha menoscabado la relación entre la fides y la ratio con la consecuencia de llevar a una y a otra a seguir caminos distintos. La conquista científica y tecnológica, con que la fides es cada vez más provocada a confrontarse, ha modificado el antiguo concepto de ratio; de algún modo, ha marginado a la razón que buscaba la verdad última de las cosas para dar lugar a una razón satisfecha con descubrir la verdad contingente de las leyes de la naturaleza.

La investigación científica tiene ciertamente su valor positivo. El descubrimiento y el incremento de las ciencias matemáticas, físicas, químicas y de las aplicadas son fruto de la razón y expresan la inteligencia con que el hombre consigue penetrar en las profundidades de la creación. La fe, por su parte, no teme el progreso de la ciencia y el desarrollo al que conducen sus conquistas, cuando estas tienen como fin al hombre, su bienestar y el progreso de toda la humanidad. Como recordaba el desconocido autor de la Carta a Diogneto: "Lo que mata no es el árbol de la ciencia, sino la desobediencia. No se tiene vida sin ciencia, ni ciencia segura sin vida verdadera" (XII, 2.4).

Sucede, sin embargo, que no siempre los científicos dirigen sus investigaciones a estos fines. La ganancia fácil, o peor aún, la arrogancia de sustituir al Creador desempeñan, a veces, un papel determinante. Esta es una forma de hybris de la razón, que puede asumir características peligrosas para la propia humanidad. La ciencia, por otra parte, no es capaz de elaborar principios éticos; puede sólo acogerlos en sí y reconocerlos como necesarios para erradicar sus eventuales patologías. En este contexto, la filosofía y la teología son ayudas indispensables con las que es preciso confrontarse para evitar que la ciencia avance sola por un sendero tortuoso, lleno de imprevistos y no privado de riesgos. Esto no significa en absoluto limitar la investigación científica o impedir a la técnica producir instrumentos de desarrollo; consiste, más bien, en mantener vigilante el sentido de responsabilidad que la razón y la fe poseen frente a la ciencia, para que permanezca en su estela de servicio al hombre.

La lección de san Agustín está siempre llena de significado, también en el contexto actual: "¿A qué llega —se pregunta el santo obispo de Hipona— quien sabe usar bien la razón, sino a la verdad? No es la verdad la que se alcanza a sí misma con el razonamiento, sino que a ella la buscan quienes usan la razón. (...) Confiesa que no eres tú la verdad, porque ella no se busca a sí misma; en cambio, tú no has llegado a ella pasando de un lugar a otro, sino buscándola con la disposición de la mente" (De vera religione, 39, 72). Equivale a decir: venga de donde venga la búsqueda de la verdad, permanece como dato que se ofrece y que puede ser reconocido ya presente en la naturaleza. De hecho, la inteligibilidad de la creación no es fruto del esfuerzo del científico, sino condición que se le ofrece para permitirle descubrir la verdad presente en ella. "El razonamiento no crea estas verdades —continúa san Agustín en su reflexión— sino que las descubre. Por tanto, estas subsisten en sí antes incluso de ser descubiertas, y una vez descubiertas nos renuevan" (ib., 39, 73). En síntesis, la razón debe cumplir plenamente su recorrido, con su plena autonomía y su rica tradición de pensamiento.

La razón, por otro lado, siente y descubre que, más allá de lo que ya ha alcanzado y conquistado, existe una verdad que nunca podrá descubrir partiendo de sí misma, sino sólo recibir como don gratuito. La verdad de la Revelación no se sobrepone a la alcanzada por la razón; más bien purifica la razón y la exalta, permitiéndole así dilatar sus propios espacios para insertarse en un campo de investigación insondable como el misterio mismo. La verdad revelada, en la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), tomó el rostro de una persona, Jesús de Nazaret, que trae la respuesta última y definitiva a la pregunta de sentido de todo hombre. La verdad de Cristo, en cuanto toca a cada persona que busca la alegría, la felicidad y el sentido, supera ampliamente cualquier otra verdad que la razón pueda encontrar. Por tanto, en torno al misterio es donde la fides y la ratio encuentran la posibilidad real de un trayecto común.

En estos días está teniendo lugar el Sínodo de los obispos sobre el tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". ¿Cómo no ver la coincidencia providencial de este momento con vuestro Congreso? La pasión por la verdad nos impulsa a volver a entrar en nosotros mismos para captar en el interior del hombre el sentido profundo de nuestra vida. Una filosofía verdadera conducirá de la mano a cada persona para hacerle descubrir cuán fundamental es para su propia dignidad conocer la verdad de la Revelación. Ante esta exigencia de sentido que no da tregua hasta que no desemboca en Jesucristo, la Palabra de Dios revela su carácter de respuesta definitiva. Una Palabra de revelación que se convierte en vida y que pide ser acogida como fuente inagotable de verdad.

A la vez que deseo a cada uno que sienta siempre en sí esta pasión por la verdad y haga cuanto esté a su alcance para satisfacer sus exigencias, quiero aseguraros que sigo con aprecio y simpatía vuestro trabajo, acompañando vuestra investigación también con mi oración. Para confirmar estos sentimientos, de buen grado os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.



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