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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA MISA CELEBRADA
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LA ELECCIÓN
A LA CÁTEDRA DE PEDRO DEL BEATO JUAN XXIII

Basílica Vaticana
Marte
s 28 de octubre de 2008

 

Señor cardenal secretario de Estado;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas: 

Me alegra poder compartir con vosotros este homenaje al beato Juan XXIII, mi amado predecesor, en el aniversario de su elección a la Cátedra de Pedro. Me congratulo con vosotros por la iniciativa y doy gracias al Señor que nos permite revivir el anuncio de "gran alegría" (gaudium magnum) que resonó hace cincuenta años en este día y a esta hora desde el balcón de la basílica vaticana.

Fue un preludio y una profecía de la experiencia de paternidad que Dios nos ofrecería abundantemente a través de las palabras, los gestos y el servicio eclesial del Papa Bueno. La gracia de Dios estaba preparando una estación comprometedora y prometedora para la  Iglesia  y  para la sociedad, y encontró en la docilidad al Espíritu Santo, que caracterizó toda la vida de Juan XXIII, la tierra buena para hacer germinar la concordia, la esperanza, la unidad y la paz, para el bien de toda la humanidad. El Papa Juan XXIII presentó la fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia, madre y maestra, como garantía de fecundo testimonio cristiano en el mundo. Así, en las fuertes contraposiciones de su tiempo, el Papa Juan XXIII fue hombre y pastor de paz, que supo abrir en Oriente y en Occidente horizontes inesperados de fraternidad entre los cristianos y de diálogo con todos.

La diócesis de Bérgamo está de fiesta y no podía faltar el encuentro espiritual con su hijo más ilustre, "un hermano convertido en padre por voluntad de nuestro Señor", como él mismo dijo. Junto a la Confesión del apóstol san Pedro descansan sus venerados restos mortales. Desde este lugar amado por todos los bautizados, os repite:  "Soy José, vuestro hermano". Habéis venido para reafirmar los vínculos comunes y la fe los abre a una dimensión verdaderamente católica. Por eso, habéis querido encontraros con el Obispo de Roma, que es Padre universal. Os guía vuestro pastor, monseñor Roberto Amadei, acompañado por el obispo auxiliar. Agradezco a monseñor Amadei las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos y expreso a cada uno mi gratitud por el afecto y la devoción que os animan. Me siento alentado por vuestra oración, y os exhorto a seguir el ejemplo y la enseñanza del Papa Juan XXIII, vuestro paisano. El siervo de Dios Juan Pablo II lo proclamó beato, reconociendo que las huellas de su santidad de padre y de pastor seguían resplandeciendo ante toda la familia humana.

En la santa misa presidida por el señor cardenal secretario de Estado, la Palabra de Dios os ha acogido e introducido en la acción de gracias perfecta de Cristo al Padre. En él encontramos a los santos y a los beatos, así como a cuantos nos han precedido en el signo de la fe. Su herencia está en nuestras manos. Un don verdaderamente especial que Dios regaló a la Iglesia con Juan XXIII fue el concilio ecuménico Vaticano II, que él decidió, preparó e inició. Todos estamos comprometidos en acoger de manera adecuada ese don, meditando en sus enseñanzas y traduciendo en la vida sus indicaciones prácticas. Es lo que vosotros mismos habéis tratado de hacer en estos años, personalmente y como comunidad diocesana.

En particular, recientemente, os habéis comprometido en el Sínodo diocesano, dedicado a la parroquia:  en él habéis acudido de nuevo al manantial conciliar para sacar la luz y el calor necesarios para hacer que la parroquia vuelva a ser una articulación viva y dinámica de la comunidad diocesana. En la parroquia se aprende a vivir concretamente la propia fe. Esto permite mantener viva la rica tradición del pasado y proponer nuevamente los valores en un ambiente social secularizado, que con frecuencia resulta hostil o indiferente.

Precisamente, pensando en situaciones de este tipo, el Papa Juan XXIII dijo en la encíclica Pacem in terris:  los creyentes han de ser "como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios" (n. 164). Este fue el programa de vida del gran Pontífice, y puede convertirse en el ideal de todo creyente y de toda comunidad cristiana que sepa encontrar, en la celebración eucarística, la fuente del amor gratuito, fiel y misericordioso del Crucificado resucitado.

Permitidme aludir en particular a la familia, sujeto central de la vida eclesial, seno de educación en la fe y célula insustituible de la vida social. En este sentido, el futuro Papa Juan XXIII escribía en una carta a sus familiares:  "La educación que deja huellas más profundas es siempre la de la casa. Yo he olvidado mucho de lo que he leído en los libros, pero recuerdo muy bien todo lo que aprendí de mis padres y de los ancianos" (20 de diciembre de 1932). En la familia se aprende de modo especial a vivir en la cotidianidad el mandamiento cristiano fundamental del amor. Precisamente por esto la Iglesia atribuye tanta importancia a la familia, que tiene la misión de manifestar por doquier, por medio de sus hijos, "la grandeza de la caridad cristiana, pues no hay nada más adecuado para extirpar las semillas de discordia, no hay nada más eficaz para favorecer la concordia, la justa paz y la unión fraterna de todos" (Gaudet Mater Ecclesia, 33).

Para concluir, quiero referirme de nuevo a la parroquia, tema del Sínodo diocesano. Vosotros conocéis la solicitud del Papa Juan XXIII por este organismo tan importante en la vida eclesial. Con mucha confianza el Papa Roncalli encomendaba a la parroquia, familia de familias, la tarea de alimentar entre los fieles los sentimientos de comunión y fraternidad. La parroquia, plasmada por la Eucaristía, podrá convertirse —así lo creía él— en levadura de sana inquietud en el generalizado consumismo e individualismo de nuestro tiempo, despertando la solidaridad y abriendo en la fe la mirada del corazón para reconocer al Padre, que es amor gratuito, deseoso de compartir con sus hijos su misma alegría.

Queridos amigos, os ha acompañado a Roma la imagen de la Virgen que el Papa Juan XXIII recibió como don en su visita a Loreto, pocos días antes de la inauguración del Concilio. Él quiso que la estatua fuera colocada en el seminario episcopal que lleva su nombre en la diócesis natal, y veo con alegría que hay muchos seminaristas entusiasmados con su vocación. Pongo en las manos de la Madre de Dios a todas las familias y las parroquias, proponiéndoles el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret:  que ellas sean el primer seminario y sepan hacer crecer en su ámbito vocaciones al sacerdocio, a la misión, a la consagración religiosa, a la vida familiar según el Corazón de Cristo.

En una célebre visita durante los primeros meses de su pontificado, el Beato preguntó a quienes lo escuchaban cuál era, según ellos, el sentido de aquel encuentro, y él mismo dio la respuesta:  "El Papa ha puesto sus ojos en los vuestros y su corazón junto al vuestro" (en su primera Navidad como Papa, 1958). Pido al Papa Juan XXIII que nos conceda experimentar la cercanía de su mirada y de su corazón, para sentirnos verdaderamente familia de Dios.

Con estos deseos, imparto de buen grado mi afectuosa bendición apostólica a los peregrinos de Bérgamo, en particular a los de Sotto il Monte, pueblo donde nació el beato Pontífice, que tuve la alegría de visitar hace algunos años, así como a las autoridades, a los fieles romanos y orientales aquí presentes, y a todos sus seres queridos.



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