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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA AUDIENCIA A OCHO NUEVOS EMBAJADORES*


Sala Clementina
Jueves 17 de diciembre

 

Señores embajadores:

Me alegra recibiros esta mañana en el palacio apostólico. Habéis venido para presentarme las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros respectivos países: Dinamarca, Uganda, Sudán, Kenia, Kazajstán, Bangladesh, Finlandia y Letonia. Sed bienvenidos. Os ruego que presentéis mi cordial saludo a vuestros jefes de Estado, agradeciéndoles las amables palabras que habéis tenido la bondad de transmitirme de su parte. Expreso mis mejores deseos para su elevada misión al servicio de sus países. También quiero saludar, a través de vosotros, a las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como a todos vuestros compatriotas. Aseguradles mi oración. Naturalmente, mi pensamiento también se dirige a las comunidades católicas presentes en vuestros países. Como sabéis, desean unirse fraternamente a la edificación de la nación, a la que contribuyen lo mejor que pueden.

En mi última encíclica, Caritas in veritate, recordé la necesaria restauración de una correcta relación entre el hombre y la creación en la que vive y actúa. La creación es el don precioso que Dios, en su bondad, ha hecho a los hombres, los cuales son sus administradores y, por tanto, deben sacar todas las consecuencias de esta responsabilidad. No pueden rechazarla ni evitarla, descargándola sobre las generaciones futuras. Es evidente que esta responsabilidad respecto del medio ambiente no se puede oponer a la urgencia de acabar con los escándalos de la miseria y del hambre. Por el contrario, ya no es posible separar estas dos realidades, pues la degradación continua del medio ambiente constituye una amenaza directa para la supervivencia del hombre y para su propio desarrollo; e incluso corre el peligro de amenazar directamente la paz entre las personas y los pueblos.

Tanto en el plano individual como en el político, ya es necesario asumir compromisos más decididos y más ampliamente compartidos respecto a la creación. En este sentido, aliento vivamente a las autoridades políticas de vuestros respectivos países, y a las de todas las naciones, no sólo a reforzar su acción en favor de la salvaguardia del medio ambiente, sino también —dado que el problema no se puede afrontar únicamente a nivel particular de cada país— a ser una fuerza de propuesta y de estímulo, con el fin de llegar a acuerdos internacionales vinculantes que sean útiles y justos para todos.

Los desafíos que debe afrontar hoy la humanidad requieren ciertamente una movilización de las mentes y de la creatividad del hombre, una intensificación de la investigación aplicada con vistas a una utilización más eficaz y más sana de las energías y de los recursos disponibles. Estos esfuerzos no pueden dispensar de una conversión o una transformación del actual modelo de desarrollo de nuestras sociedades. La Iglesia propone que este cambio profundo, que es preciso descubrir y vivir, esté orientado por la noción de desarrollo integral de la persona humana. De hecho, el bien del hombre no consiste en un consumismo cada vez más desenfrenado y en la acumulación ilimitada de bienes, consumismo y acumulación reservados a un escaso número de personas y propuestos como modelos a la masa. Al respecto, no sólo a las diferentes religiones compete subrayar y defender el primado del hombre y del espíritu, sino también al Estado, el cual tiene el deber de hacerlo, sobre todo a través de una política ambiciosa que permita a todos los ciudadanos por igual el acceso a los bienes del espíritu, pues estos bienes valorizan la riqueza del vínculo social y estimulan al hombre a proseguir su búsqueda espiritual.

La primavera pasada, durante mi viaje apostólico a varios países de Oriente Medio, propuse en repetidas ocasiones que se considere a las religiones, en general, como "nuevo punto de partida" para la paz. Es verdad que en la historia las religiones con frecuencia han sido un factor de conflictos. Pero también es verdad que las religiones vividas según su esencia profunda han sido y son una fuerza de reconciliación y de paz. En este momento histórico las religiones también deben buscar, a través del diálogo franco y sincero, el camino de la purificación para corresponder cada vez más a su verdadera vocación.

Nuestra humanidad desea la paz y, si es posible, la paz universal. Es preciso tender a ella, sin utopía y sin manipulaciones. Todos sabemos que la paz, para establecerse, necesita condiciones políticas y económicas, culturales y espirituales. A veces resulta difícil la coexistencia pacífica de las diversas tradiciones religiosas en el seno de cada nación. Más que un problema político, esta coexistencia también es un problema que se plantea dentro de ellas mismas. Todo creyente está llamado a preguntar a Dios cuál es su voluntad respecto a cada situación humana.

Reconociendo a Dios como el único Creador del hombre —de todo hombre, sean cuales sean su confesión religiosa, su condición social o sus opiniones políticas—, cada uno debe respetar al otro en su unicidad y en su diversidad. Ante Dios no existe ninguna categoría o jerarquía de hombre, inferior o superior, dominante o protegido. Para él sólo existe el hombre que ha creado por amor y que quiere que viva con armonía fraterna en la familia y en la sociedad. El descubrimiento del sabio proyecto de Dios para el hombre lleva a este último a reconocer su amor. Para el hombre de fe o para el hombre de buena voluntad, la solución de los conflictos humanos, como la delicada cohabitación de las diferentes religiones, puede transformarse en una convivencia humana dentro de un orden lleno de bondad y sabiduría que tiene su origen y su dinamismo en Dios. Esta convivencia en el respeto de la naturaleza de las cosas y de su sabiduría intrínseca que viene de Dios —la tranquillitas ordinis— se llama paz. El diálogo interreligioso aporta su contribución específica a esta lenta génesis que desafía los intereses humanos inmediatos, políticos y económicos. Al mundo político y económico a veces le resulta difícil dar al hombre el primer lugar; y más difícil aún le resulta considerar y admitir la importancia y la necesidad de la dimensión religiosa, y garantizar a la religión su verdadera naturaleza y lugar en la esfera pública. La paz, tan deseada, sólo nacerá de la acción conjunta del individuo, que descubre su verdadera naturaleza en Dios, y de los dirigentes de las sociedades civiles y religiosas que —respetando la dignidad y la fe de cada uno— sepan reconocer y dar a la religión su noble y auténtico papel de realización y perfeccionamiento de la persona humana. Aquí se trata de una recomposición global, al mismo tiempo del ámbito temporal y del espiritual, que permitirá un nuevo inicio hacia la paz que Dios desea que sea universal.

Señores embajadores, vuestra misión ante la Santa Sede acaba de comenzar. En mis colaboradores encontraréis el apoyo necesario para su feliz cumplimiento. Os expreso de nuevo mis más cordiales deseos de pleno éxito de vuestra función tan delicada. Que Dios todopoderoso os sostenga y acompañe a vosotros, a vuestros familiares, a vuestros colaboradores y a todos vuestros compatriotas. Que Dios os colme de la abundancia de sus bendiciones.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n°23, p.7.



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