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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA DE PRESIDENTES
DE LAS MAYORES ORGANIZACIONES JUDÍAS DE ESTADOS UNIDOS


Jueves 12 de febrero de 2009

 

Queridos amigos:

Me alegra daros la bienvenida a todos hoy y agradezco al rabino Arthur Schneier y al señor Alan Solow las palabras que me han dirigido en vuestro nombre. Me acuerdo muy bien de las diferentes ocasiones, durante mi visita del año pasado a los Estados Unidos, en las que me encontré con algunos de vosotros en Washington y en Nueva York. Usted, rabino Schneier, con cortesía me recibió en la sinagoga de Park East algunas horas antes de vuestra celebración de la Pascua. Ahora, tengo la alegría de ofrecerle hospitalidad aquí en mi casa. Encuentros como este nos permiten demostrar nuestro respeto recíproco. Quiero que sepáis que sois todos bienvenidos hoy en la casa de Pedro, la casa del Papa.

Recuerdo con gratitud las diferentes ocasiones que he tenido en el transcurso de muchos años de pasar tiempo en compañía de mis amigos judíos. Mis visitas, aunque hayan sido breves, a vuestras comunidades en Washington y en Nueva York, fueron experiencias de estima fraterna y de amistad sincera. Esto sucedió también durante la visita a la sinagoga de Colonia, la primera de este tipo en mi pontificado. Para mí fue muy conmovedor pasar algunos momentos con la comunidad judía en esa ciudad, que conozco tan bien, una ciudad que acogió el primer asentamiento judío en Alemania y cuyos orígenes se remontan al tiempo del Imperio romano.

Un año después, en mayo de 2006, visité el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. ¿Qué palabras pueden expresar de modo adecuado esa experiencia profundamente conmovedora? Al entrar en ese lugar del horror, escenario de tanto sufrimiento inenarrable, medité en el incontable número de prisioneros, muchos de ellos judíos, que habían recorrido ese mismo camino en el cautiverio de Auschwitz y en todos los demás campos de concentración. Aquellos hijos de Abraham, afectados por el luto y horriblemente humillados, no tenían más apoyo que la fe en el Dios de sus padres, una fe que nosotros, los cristianos, compartimos con vosotros, nuestros hermanos y hermanas.

¿Cómo podemos comenzar a comprender la enormidad de lo que sucedió en aquellas cárceles infames? Todo el género humano experimenta una profunda vergüenza por la brutalidad salvaje que se desencadenó entonces contra vuestro pueblo. Permitidme que repita lo que dije en aquella triste ocasión: «Los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad, borrarlo de la lista de los pueblos de la tierra. Entonces se verificaron de modo terrible las palabras del Salmo: "Nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza"» (Discurso durante la visita al campo de concentración de Auschwitz, 28 de mayo de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 15).

Nuestro encuentro de hoy tiene lugar en el contexto de vuestra visita a Italia, en concomitancia con vuestra "Leadership Mission" anual a Israel. Yo también me estoy preparando para visitar Israel, una tierra que es santa para los cristianos y para los judíos, dado que allí se encuentran las raíces de nuestra fe. En efecto, la Iglesia encuentra su sustento en la raíz de ese buen olivo, el pueblo de Israel, en el que se han injertado las ramas del olivo silvestre de los gentiles (cf. Rm 11, 17-24). Desde los primeros días del cristianismo, nuestra identidad y cada uno de los aspectos de nuestra vida y de nuestro culto están íntimamente vinculados a la antigua religión de nuestros padres en la fe.

La historia de dos mil años de relaciones entre el judaísmo y la Iglesia ha atravesado muchas fases diferentes, algunas de las cuales han dejado un recuerdo doloroso. Ahora que podemos encontrarnos con espíritu de reconciliación, no debemos permitir que las dificultades pasadas nos impidan tender recíprocamente la mano de la amistad. De hecho, ¿qué familia no ha experimentado tensiones de un tipo o de otro? La declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II marcó un hito en el camino hacia la reconciliación y subrayó claramente los principios que rigen desde entonces la actitud de la Iglesia en las relaciones entre cristianos y judíos.

La Iglesia está profunda e irrevocablemente comprometida a rechazar toda forma de antisemitismo y a seguir construyendo relaciones buenas y duraderas entre nuestras dos comunidades. Una imagen particular que expresa este compromiso es la del momento en el que mi querido predecesor el Papa Juan Pablo II se detuvo ante el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, implorando el perdón de Dios después de toda la injusticia que el pueblo judío se había visto obligado a sufrir. Ahora hago mía su oración: "Dios de nuestros padres, tú has elegido a Abraham y a su descendencia para que tu nombre fuera dado a conocer a las naciones: nos duele profundamente el comportamiento de cuantos, en el curso de la historia, han hecho sufrir a estos tus hijos, y, a la vez que te pedimos perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de la Alianza" (26 de marzo de 2000: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de marzo de 2000, p. 8).

El odio y el desprecio por hombres, mujeres y niños, manifestados en el Holocausto fueron un crimen contra Dios y contra la humanidad. Esto debería quedar claro a todos, en particular a quienes pertenecen a la tradición de las Sagradas Escrituras, según las cuales, todo ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26-27). Es indudable que toda negación o minimización de este terrible crimen es intolerable y totalmente inaceptable. Recientemente, en una audiencia pública, reafirmé que el Holocausto debe ser "advertencia contra el olvido, la negación o el reduccionismo, porque la violencia hecha contra un solo ser humano es violencia contra todos" (28 de enero de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de enero de 2009, p. 19).

Este terrible capítulo de nuestra historia no debe olvidarse nunca. Como se ha dicho con razón, el recuerdo es "memoria futuri"; para nosotros es una advertencia en orden al futuro y una exhortación a luchar por la reconciliación. Recordar es hacer todo lo posible por evitar que se repita una catástrofe como esta en la familia humana, construyendo puentes de amistad duradera.

Pido fervientemente a Dios que el recuerdo de este horrible crimen fortalezca nuestra determinación de curar las heridas que durante tanto tiempo han empañado las relaciones entre cristianos y judíos. Deseo de corazón que nuestra amistad se fortalezca cada vez más, de modo que el compromiso irrevocable de la Iglesia de mantener relaciones respetuosas y armoniosas con el pueblo de la Alianza dé frutos abundantes.



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