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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS ORDENADOS DURANTE LOS ÚLTIMOS DOCE MESES
QUE PARTICIPARON EN EL ENCUENTRO ORGANIZADO
POR LAS CONGREGACIONES PARA LOS OBISPOS
Y PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES


Sala de los Suizos - Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Lunes 21 de septiembre de 2009

 

Queridos hermanos en el episcopado:

Gracias de corazón por vuestra visita, con ocasión del congreso organizado para los obispos que han emprendido desde hace poco su ministerio pastoral. Estas jornadas de reflexión, oración y actualización son verdaderamente propicias para ayudaros, queridos hermanos, a familiarizaros mejor con las tareas que estáis llamados a llevar a cabo como pastores de comunidades diocesanas; también son jornadas de convivencia amistosa que constituyen una experiencia singular de la "collegialitas affectiva" que une a todos los obispos en un único cuerpo apostólico, juntamente con el Sucesor de Pedro, "fundamento perpetuo y visible de la unidad" (Lumen gentium, 23). Agradezco al cardenal Giovanni Battista Re, prefecto de la Congregación para los obispos, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre; saludo al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, y al cardenal Pell, arzobispo de Sydney (Australia), y expreso mi agradecimiento a cuantos de varias formas colaboran en la organización de este encuentro anual.

Este año, como ha explicado ya el cardenal Re, vuestro congreso se enmarca en el contexto del Año sacerdotal, proclamado con motivo del 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney. Como he escrito en la carta enviada con esta ocasión a todos los sacerdotes, este año especial "desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo". La imitación de Jesús, buen Pastor, es para todo sacerdote el camino obligatorio de su propia santificación y la condición esencial para ejercer responsablemente el ministerio pastoral. Si esto vale para los presbíteros, vale todavía más para nosotros, queridos hermanos obispos. Más aún, es importante no olvidar que una de las tareas esenciales del obispo consiste precisamente en ayudar, con el ejemplo y con el apoyo fraterno, a los sacerdotes a seguir fielmente su vocación y a trabajar con entusiasmo y amor en la viña del Señor.

Al respecto, en la exhortación postsinodal Pastores gregis, mi venerado predecesor Juan Pablo ii explicó que el gesto del sacerdote, cuando pone sus manos en las manos del obispo el día de su ordenación presbiteral, compromete a ambos: al sacerdote y al obispo. El nuevo presbítero decide encomendarse al obispo y, por su parte, el obispo se compromete a custodiar esas manos (cf. n. 47). Bien mirada, es una tarea solemne que se configura para el obispo como responsabilidad paterna en la custodia y promoción de la identidad sacerdotal de los presbíteros encomendados a su solicitud pastoral, una identidad que hoy por desgracia está sometida a dura prueba por la creciente secularización. El obispo, por tanto —prosigue la Pastores gregis—, "ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual, ministerial y económico" (ib.).

De modo especial, el obispo está llamado a alimentar la vida espiritual en los sacerdotes, para favorecer en ellos la armonía entre la oración y el apostolado, mirando al ejemplo de Jesús y de los Apóstoles, a quienes él llamó ante todo, como dice san Marcos, para que "estuvieran con él" (Mc 3, 14). De hecho, una condición indispensable para que produzca buenos frutos es que el sacerdote permanezca unido al Señor; aquí radica el secreto de la fecundidad de su ministerio: sólo si está incorporado a Cristo, verdadera Vid, produce fruto. La misión de un presbítero, y con mayor razón la de un obispo, conlleva hoy una cantidad tan grande de trabajo que tiende a absorberlo continua y totalmente. Las dificultades aumentan y las obligaciones se multiplican, entre otras razones porque afrontan realidades nuevas y mayores exigencias pastorales.

Con todo, la atención a los problemas de cada día y las iniciativas encaminadas a conducir a los hombres por el camino de Dios nunca deben distraernos de la unión íntima y personal con Cristo, de estar con él. Estar a disposición de la gente no debe disminuir u ofuscar nuestra disponibilidad hacia el Señor. El tiempo que el sacerdote y el obispo consagran a Dios en la oración siempre es el mejor empleado, porque la oración es el alma de la actividad pastoral, la "linfa" que le infunde fuerza; es el apoyo en los momentos de incertidumbre y desaliento, y el manantial inagotable de fervor misionero y de amor fraterno hacia todos.

En el centro de la vida sacerdotal está la Eucaristía. En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis subrayé que "la santa misa es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación" (n. 80). Así pues, que la celebración eucarística ilumine toda vuestra jornada y la de vuestros sacerdotes, imprimiendo su gracia y su influjo espiritual en los momentos tristes o alegres, agitados o tranquilos, de acción o de contemplación.

Un modo privilegiado de prolongar en la jornada la misteriosa acción santificadora de la Eucaristía es el rezo fervoroso de la Liturgia de las Horas, como también la adoración eucarística, la lectio divina y la oración contemplativa del rosario. El santo cura de Ars nos enseña cuán preciosos son la compenetración del sacerdote con el sacrificio eucarístico y la educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión. Con la Palabra y los sacramentos —recordé en la carta a los sacerdotes— san Juan María Vianney edificó a su pueblo. El vicario general de la diócesis de Belley, al nombrarlo como párroco de Ars, le dijo: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Y aquella parroquia se transformó.

Queridos nuevos obispos, gracias por el servicio que prestáis a la Iglesia con entrega y amor. Os saludo con afecto y os aseguro mi constante apoyo, así como mi oración para que "vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). Por ello invoco la intercesión de María Regina Apostolorum, e imparto de corazón sobre vosotros, sobre vuestros sacerdotes y sobre vuestras comunidades diocesanas una especial bendición apostólica.



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