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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO EMBAJADOR DE BÉLGICA ANTE LA SANTA SEDE*


Sábado 24 de abril de 2010

 

Señor embajador:

Me alegra recibirlo en esta circunstancia de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Bélgica ante la Santa Sede. Le agradezco las palabras que me ha dirigido. Por mi parte, le ruego que transmita a Su Majestad Alberto II, rey de Bélgica, a quien saludé personalmente hace poco, mis mejores deseos para su persona y para la felicidad y el éxito del pueblo belga. A través de usted saludo también al Gobierno y a todas las autoridades del reino.

A comienzos de este año su país vivió dos tragedias dolorosas, en Lieja y en Buizingen. Deseo asegurar de nuevo mi cercanía espiritual a las familias afectadas y a las víctimas. Estas catástrofes nos muestran cuán grande es la fragilidad de la existencia humana y la necesidad, para protegerla, de una auténtica cohesión social que no debilite la legítima diversidad de opiniones. Esa cohesión se basa en la convicción de que la vida y la dignidad humanas constituyen un bien precioso que es preciso defender y promover con decisión, apoyándose en el derecho natural. Desde hace mucho tiempo la Iglesia se inscribe plenamente en la historia y en el tejido social de su nación; y desea seguir siendo un factor de convivencia armoniosa entre todos. A ello contribuye muy activamente sobre todo con sus numerosas instituciones educativas, sus obras de carácter social y el compromiso voluntario de muchísimos fieles. La Iglesia, por tanto, se complace de estar al servicio de todos los componentes de la sociedad belga.

Sin embargo, no parece inútil subrayar que, como institución, tiene derecho a expresarse públicamente. Comparte ese derecho con todas las personas e instituciones, para poder dar su opinión sobre las cuestiones de interés común. La Iglesia respeta la libertad de todos de pensar de otra manera y querría que también se respetara su derecho de expresión. La Iglesia es depositaria de una enseñanza, de un mensaje religioso que ha recibido de Jesucristo. Se puede resumir en las palabras de la Sagrada Escritura: «Dios es amor» (1 Jn 4, 16) y proyecta su luz sobre el sentido de la vida personal, familiar y social del hombre. La Iglesia, al tener como objetivo el bien común, sólo reclama la libertad de poder proponer este mensaje, sin imponerlo a nadie, respetando la libertad de las conciencias.

José De Veuster se convirtió en quien hoy llamamos «san Damián» alimentándose de esta enseñanza eclesial de manera radical. El destino excepcional de este hombre muestra hasta qué punto el Evangelio suscita una ética amiga de la persona, sobre todo de las necesitadas o marginadas. La canonización de este sacerdote y su renombre universal es un motivo de legítimo orgullo para el pueblo belga. Esta atractiva personalidad no es fruto de un itinerario solitario. Conviene recordar las raíces religiosas que alimentaron su educación y su formación, como también los pedagogos que despertaron en él la admirable generosidad que lo llevó a compartir la vida de los leprosos, marginados, hasta el punto de exponerse a la enfermedad que sufrían. A la luz de semejantes testigos, todos podemos comprender que el Evangelio es una fuerza de la que no hay razón para tener miedo. Estoy convencido de que, pese a los cambios sociológicos, el humus cristiano todavía es rico en su tierra y puede alimentar generosamente el compromiso de un número creciente de voluntarios que, inspirados en los principios evangélicos de fraternidad y solidaridad, acompañen a las personas que pasan por situaciones difíciles y que, por esta razón, necesitan ayuda.

Su país, que ya acoge la sede de las instituciones comunitarias, ha visto reconfirmada su vocación europea con la elección de uno de sus compatriotas como presidente del Consejo europeo. Es evidente que estas opciones sucesivas no están vinculadas solamente a la posición geográfica de su país y a su multilingüismo. Su nación, miembro del núcleo originario de los países fundadores, ha debido implicarse y distinguirse en la búsqueda de un consenso en situaciones muy complejas. Es preciso fomentar esta cualidad a la hora de afrontar, para el bien de todos, los desafíos internos del país. Hoy deseo subrayar que el arte del consenso, para que dé frutos a largo plazo, no ha de limitarse a una habilidad puramente dialéctica, sino que debe buscar la verdad y el bien; puesto que «sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales» (Caritas in veritate, n. 5).

Aprovechando nuestro encuentro, deseo saludar cordialmente a los obispos de Bélgica, a los que próximamente tendré el placer de recibir en su visita ad limina Apostolorum. Pienso particularmente en su excelencia monseñor Léonard quien, con entusiasmo y generosidad, acaba de comenzar su nueva misión como arzobispo de Malinas-Bruselas. Deseo saludar también a los sacerdotes de su país, a los diáconos y a todos los fieles que forman la comunidad católica belga. Los invito a dar testimonio de su fe con audacia. Que en sus compromisos en la ciudad hagan valer plenamente su derecho de proponer valores que respeten la naturaleza humana y que correspondan a las aspiraciones espirituales más profundas y auténticas de la persona.

En el momento en el que asume oficialmente sus funciones ante la Santa Sede, le deseo de corazón que lleve a cabo felizmente su misión. Le aseguro, señor embajador, que en mis colaboradores encontrará siempre una cordial atención y comprensión. Invocando la intercesión de la Virgen María y de san Damián, ruego al Señor que derrame generosas bendiciones sobre usted, su familia y sus colaboradores, así como sobre el pueblo belga y sus gobernantes.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.18, p.7.



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