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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA CONCESIÓN DE LA CIUDADANÍA DE HONOR DE FREISING


Sala Clementina
Sábado 16 de enero de 2010

 

Señor alcalde;
querido señor cardenal;
querido señor arzobispo;
querido señor obispo auxiliar;
queridos ciudadanos y ciudadanas de Freising;
queridos amigos:

Para mí es un momento de conmoción convertirme, ahora también jurídicamente, en ciudadano de Freising y pertenecer así de un modo nuevo, muy amplio y profundo, a esta ciudad, de la que siento íntimamente que formo parte. Por esto, sólo puedo decir de corazón: "Vergelt's Gott" (Dios os lo pague). Es una alegría que ahora me acompaña y permanecerá en mí. En la biografía de mi vida —en la biografía de mi corazón, si puedo decir así— la ciudad de Freising desempeña un papel muy especial. En ella recibí la formación que desde entonces caracteriza mi vida. Así, de alguna manera esta ciudad se encuentra siempre presente en mí y yo en ella. Y el hecho de que —como ha observado usted, señor alcalde— yo haya incluido en mi escudo al moro y al oso de Freising muestra a todo el mundo hasta qué punto pertenezco a ella. Y como coronación ahora soy ciudadano de Freising, también desde el punto de vista legal; lo cual me alegra profundamente.

En esta ocasión aflora a mi mente un horizonte lleno de imágenes y recuerdos. Usted ha citado varios, querido señor alcalde. Quiero retomar algunos ejemplos. Ante todo, el 3 de enero de 1946. Después de una larga espera, por fin había llegado el momento para el seminario de Freising de abrir sus puertas a cuantos regresaban. De hecho, todavía era un lazareto para ex prisioneros de guerra, pero ya podíamos comenzar. Ese momento representaba un viraje en la vida: estar en el camino al que nos sentíamos llamados. Viéndolo desde la perspectiva de hoy, vivíamos de modo muy "anticuado" y privado de comodidades: estábamos en dormitorios, en salas de estudio, etc., pero éramos felices, no sólo porque habíamos escapado por fin a las miserias y las amenazas de la guerra y del dominio nazi, sino también porque éramos libres y, sobre todo, porque estábamos en el camino al que nos sentíamos llamados. Sabíamos que Cristo era más fuerte que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y de sus mecanismos de opresión. Sabíamos que el tiempo y el futuro pertenecen a Cristo, y sabíamos que él nos había llamado y nos necesitaba, que tenía necesidad de nosotros. Sabíamos que la gente de aquellos tiempos cambiados nos esperaba, esperaba sacerdotes que llegaran con un nuevo impulso de fe para construir la casa viva de Dios.

En esta ocasión debo elevar un pequeño himno de alabanza también al viejo ateneo, del que formé parte, primero como estudiante y después como profesor. Había estudiosos muy serios, algunos incluso de fama internacional, pero lo más importante —a mi parecer— es que no eran sólo estudiosos, sino también maestros, personas que no ofrecían solamente las primicias de su especialización, sino personas a las que interesaba dar a los estudiantes lo esencial, el pan sano que necesitaban para recibir la fe desde dentro. Y era importante que nosotros —si ahora puedo decir nosotros— no nos sentíamos expertos individualmente, sino como parte de un conjunto; que cada uno de nosotros trabajaba en el conjunto de la teología; que con nuestra labor debía hacerse visible la lógica de la fe como unidad, y, de ese modo, crecer la capacidad de dar razón de nuestra fe, como dice san Pedro (1 P 3, 15), de transmitirla en un tiempo nuevo, en un contexto de nuevos desafíos.

La segunda imagen que quiero retomar es el día de la ordenación sacerdotal. La catedral siempre fue el centro de nuestra vida, al igual que en el seminario éramos una familia y fue el padre Höck quien hizo de nosotros una verdadera familia. La catedral era el centro y en el día inolvidable de la ordenación sacerdotal se convirtió en el centro para toda la vida. Son tres los momentos que me quedaron especialmente grabados. El primero, estar postrados en el suelo durante las letanías de los santos. Al estar así postrados, se toma una vez más conciencia de toda nuestra pobreza y uno se pregunta: ¿soy realmente capaz? Y al mismo tiempo resuenan los nombres de todos los santos de la historia y la imploración de los fieles: "Escúchanos; ayúdalos". Así crece la conciencia: sí, soy débil e inadecuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, toda la comunidad de los santos está conmigo, me acompañan y, por lo tanto, puedo recorrer este camino y convertirme en compañero y guía para los demás.

El segundo, la imposición de las manos por parte del anciano y venerable cardenal Faulhaber —que me impuso las manos a mí, y a todos, de modo profundo e intenso— y la conciencia de que es el Señor quien impone sus manos sobre mí y dice: me perteneces, no te perteneces simplemente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio; pero también la conciencia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea sólo obligaciones, sino que por encima de todo es un don, que él está conmigo y que su amor me protege y me acompaña. Después seguía el viejo rito, en el que el poder de perdonar los pecados se confería en un momento aparte, que comenzaba cuando el obispo decía, con las palabras del Señor: "Ya no os llamo siervos; a vosotros os llamo amigos". Y yo sabía —nosotros sabíamos— que no es sólo una cita de Juan 15, sino una palabra actual que el Señor me está dirigiendo ahora. Él me acepta como amigo; estoy en esta relación de amistad; él me ha otorgado su confianza, y en esta amistad puedo actuar y hacer que otros lleguen a ser amigos de Cristo.

A la tercera imagen usted, señor alcalde, ya ha hecho alusión: pude pasar otros tres años y medio inolvidables con mis padres en el Lerchenfeldhof y, por lo tanto, sentirme de nuevo plenamente en casa. Estos últimos tres años y medio con mis padres fueron para mí un don inmenso e hicieron de Freising realmente mi casa. Pienso en las fiestas, en cómo celebrábamos juntos la Navidad, la Pascua, Pentecostés; en los paseos que dábamos juntos por los prados; en nuestras salidas al bosque para recoger ramas de abeto y musgo para el belén, y en nuestras excursiones a los campos a orillas del río Isar. Así Freising se convirtió para nosotros en una verdadera patria, y como patria la conservo en mi corazón.

Hoy a las puertas de Freising se encuentra el aeropuerto de Munich. Quien aterriza o despega ve las torres de la catedral de Freising, ve el mons doctus, y quizá puede intuir un poco de su historia y de su presente. Freising siempre ha tenido una amplia panorámica sobre la cadena de los Alpes; con el aeropuerto ha llegado a ser, en cierto sentido, también mundial y abierta al mundo. Y, sin embargo, quiero subrayar que la catedral con sus torres indica una altura que es muy superior y distinta respecto a la que alcanzamos con los aviones, es la verdadera altura, la altura de Dios, de la que proviene el amor que nos da la auténtica humanidad. Pero la catedral no sólo indica la altura de Dios, que nos forma y nos señala el camino, sino que indica también la amplitud, y esto no sólo porque la catedral encierra siglos de fe y de oración, pues en ella está presente, por decirlo así, toda la comunidad de los santos, de todos aquellos que han creído, rezado, sufrido, gozado antes de nosotros. En general, indica la gran amplitud de los creyentes de todas las épocas, mostrando también de ese modo una inmensidad que va más allá de la globalización, porque en la diversidad, incluso en el contraste de las culturas y los orígenes, da la fuerza de la unidad interior, da lo que puede unirnos: la fuerza unificadora del ser amados por Dios. Así, para mí Freising también es la indicación de un camino.

Para concluir quiero dar las gracias una vez más por el gran honor que me hacéis; también a la banda musical, que hace presente aquí la cultura verdaderamente bávara. Mi deseo —mi oración— es que el Señor siga bendiciendo a esta ciudad y que Nuestra Señora de la catedral de Freising la proteja, a fin de que sea, también en el futuro, un lugar de vida humana de fe y de alegría. Muchas gracias.



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