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INAUGURACIÓN Y BENDICIÓN EN LOS JARDINES VATICANOS
DE LA NUEVA FUENTE 
DEDICADA A SAN JOSÉ

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza del Palacio de la Gobernación
Lunes 5 de julio de 2010

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras:

Para mí es un motivo de alegría inaugurar esta fuente en los jardines vaticanos, en un contexto natural de singular belleza. Es un obra que va a incrementar el patrimonio artístico de este encantador espacio verde de la Ciudad del Vaticano, rico de testimonios histórico-artísticos de varias épocas. De hecho, no sólo los prados, las flores, las plantas, los árboles, sino también las torres, las casitas, los templetes, las fuentes, las estatuas y las demás construcciones hacen de estos jardines un unicum fascinante. Para mis predecesores fueron —y son también para mí— un espacio vital, un lugar que frecuento de buena gana para pasar un poco de tiempo en oración y en serena distensión.

Al dirigir a cada uno de vosotros mi cordial saludo, deseo manifestar vivo reconocimiento por este don que me habéis ofrecido, dedicándolo a san José. ¡Gracias por este detalle delicado y amable! Fue una ardua tarea, que ha contado con la colaboración de muchas personas. Doy las gracias ante todo al cardenal Giovanni Lajolo, también por las palabras que me ha dirigido y la interesante presentación de los trabajos realizados. Asimismo, doy las gracias al arzobispo Carlo María Viganò y al obispo Giorgio Corbellini, respectivamente secretario general y subsecretario general de la Gobernación. Expreso mi vivo aprecio a la Dirección de los Servicios técnicos, al proyectista y al escultor, a los asesores y al equipo de trabajo, con un pensamiento especial para los cónyuges Hintze y para el señor Castrignano, de Londres, que han financiado generosamente la obra, y para las hermanas del Monasterio de San José en Kyoto. Unas palabras de gratitud a la provincia de Trento, a los ayuntamientos y a las empresas trentinas, por su contribución.

Esta fuente está dedicada a san José, una figura querida y cercana para el corazón del pueblo de Dios y para mi corazón. Los seis paneles de bronce que la embellecen evocan diversos momentos de su vida. Deseo detenerme brevemente a reflexionar sobre estos. El primer panel representa las nupcias entre José y María; se trata de un episodio que reviste gran importancia. José era del linaje real de David y, en virtud de su matrimonio con María, conferirá al Hijo de la Virgen —al Hijo de Dios— el título legal de «hijo de David», cumpliendo así las profecías. Las nupcias de José y María son, por tanto, un acontecimiento humano, pero determinante en la historia de salvación de la humanidad, en la realización de las promesas de Dios; de modo que también tienen una connotación sobrenatural, que los dos protagonistas aceptan con humildad y confianza.

Muy pronto para José llega el momento de la prueba, una dura prueba para su fe. Prometido de María, antes de ir a vivir con ella, descubre su misteriosa maternidad y queda turbado. El evangelista Mateo subraya que, como era justo, no quería repudiarla y, por tanto, resolvió despedirla en secreto (cf. Mt 1,19). Pero en sueños —como representa el segundo panel— el ángel le hizo comprender que lo que sucedía en María era obra del Espíritu Santo; y José, fiándose de Dios, accede y coopera en el plan de la salvación. Ciertamente, la intervención divina en su vida no podía no turbar su corazón. Confiarse a Dios no significa ver todo claro según nuestros criterios, no significa realizar lo que hemos proyectado; confiarse a Dios quiere decir vaciarse de sí mismos, renunciar a sí mismos, porque sólo quien acepta perderse por Dios puede ser «justo» como san José, es decir, puede conformar su propia voluntad a la de Dios y así realizarse.

El Evangelio, como sabemos, no ha conservado ninguna palabra de José, el cual desempeñó su actividad en el silencio. Es el estilo que lo caracteriza en toda su existencia, tanto antes de encontrarse frente al misterio de la acción de Dios en su esposa, como cuando —consciente de este misterio— está al lado de María en el nacimiento, representado en la tercera placa. En aquella santa noche, en Belén, con María y el Niño está José, al cual el Padre celestial ha encomendado el cuidado diario de su Hijo en la tierra, un cuidado realizado en la humildad y en el silencio.

El cuarto panel reproduce la escena dramática de la huida a Egipto para escapar de la violencia homicida de Herodes. José se ve obligado a dejar su tierra con su familia, de prisa: se trata de otro momento misterioso en su vida; otra prueba en la que se le pide plena fidelidad al designio de Dios.

Después, en los Evangelios, José aparece sólo en otro episodio, cuando se dirige a Jerusalén y vive la angustia de perder al hijo Jesús. San Lucas describe la afanosa búsqueda y la maravilla de encontrarlo en el Templo —como se ve en la quinta placa—, pero aún más el asombro de sentir las misteriosas palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Estas dos preguntas del Hijo de Dios nos ayudan a entender el misterio de la paternidad de José. Recordando a sus padres el primado de aquel al que llama «mi Padre», Jesús afirma la primacía de la voluntad de Dios sobre cualquier otra voluntad, y revela a José la verdad profunda de su papel: también él está llamado a ser discípulo de Jesús, dedicando su existencia al servicio del Hijo de Dios y de la Virgen Madre, en obediencia al Padre celestial.

El sexto panel representa el trabajo de José en su taller de Nazaret. A su lado trabajó Jesús. El Hijo de Dios está escondido para los hombres y sólo María y José custodian su misterio y lo viven cada día: el Verbo encarnado crece como hombre a la sombra de sus padres, pero, al mismo tiempo, estos permanecen a su vez escondidos en Cristo, en su misterio, viviendo su vocación.

Queridos hermanos y hermanas, esta hermosa fuente dedicada a san José constituye una referencia simbólica a los valores de la sencillez y de la humildad a la hora de cumplir diariamente la voluntad de Dios, valores que caracterizaron la vida silenciosa, pero preciosa del Custodio del Redentor. A su intercesión encomiendo los anhelos de la Iglesia y del mundo. Que, junto con la Virgen María, su esposa, guíe siempre mi camino y el vuestro, a fin de que seamos instrumentos gozosos de paz y de salvación.



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