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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL
EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE PORTUGAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Salón de Conferencias de la Casa Nuestra Señora del Carmen, Fátima
Jueves 13 de mayo de 2010

 

Venerados y queridos hermanos en el Episcopado:

Doy gracias a Dios por la oportunidad que me ha concedido de encontrarme con todos vosotros aquí, en el Santuario de Fátima, corazón espiritual de Portugal, donde multitudes de peregrinos, provenientes de los más diversos lugares de la tierra, buscan recuperar o fortalecer en sí mismos la certidumbre del Cielo. Entre ellos, ha venido de Roma el Sucesor de Pedro, acogiendo las reiteradas invitaciones y movido por una deuda de gratitud con la Virgen María, quien precisamente aquí ha transmitido a sus videntes y a los peregrinos un amor intenso por el Santo Padre, que fructifica en una vigorosa muchedumbre que reza con Jesús a la cabeza: Pedro, «yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).

Como veis, el Papa necesita abrirse cada vez más al misterio de la Cruz, abrazándola como única esperanza y última vía para ganar y reunir en el Crucificado a todos sus hermanos y hermanas en humanidad. En obediencia a la Palabra de Dios, está llamado a vivir, no para sí mismo, sino para que Dios esté presente en el mundo. Me conforta la determinación con la que también vosotros me seguís de cerca, sin otro temor que el de perder la salvación eterna de vuestro pueblo, como muestran bien las palabras con las que Mons. Jorge Ortiga ha querido saludar mi llegada entre vosotros, y dar testimonio de la fidelidad incondicional de los Obispos de Portugal al Sucesor de Pedro. Os lo agradezco de corazón. Gracias también por todo el cuidado que habéis puesto en la organización de esta visita mía. Que Dios os lo pague derramando abundantemente el Espíritu Santo sobre vosotros y vuestras diócesis, para que, con un solo corazón y una sola alma, podáis llevar a cabo el cometido pastoral que os habéis propuesto de ofrecer a cada fiel una iniciación cristiana exigente y fascinante, que comunique la integridad de la fe y de la espiritualidad, enraizada en el Evangelio y formadora de agentes libres en medio de la vida pública.

Verdaderamente, los tiempos en que vivimos exigen una nueva fuerza misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado maduro, identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales de los medios de comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural, desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana. Entre tanto, queridos hermanos, quienes defienden con valor en estos ambientes un vigoroso pensamiento católico, fiel al Magisterio, han de seguir recibiendo vuestro estímulo y vuestra palabra esclarecedora, para vivir la libertad cristiana como fieles laicos.

Mantened viva en el escenario del mundo de hoy la dimensión profética, sin mordazas, porque «la palabra de Dios no está encadenada» (2 Tm 2,9). Las gentes invocan la Buena Nueva de Jesucristo, que da sentido a sus vidas y salvaguarda su dignidad. En cuanto primeros evangelizadores, os será útil conocer y comprender los diversos factores sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos pastorales; pero lo decisivo es llegar a inculcar en todos los agentes de la evangelización un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu.

En efecto, cuando en opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por «divinidades» y por los señores de este mundo, será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él. Me vienen a la mente aquellas palabras del Papa Juan Pablo II: «La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad entre los “fieles de Cristo”, porque de la santidad nace toda auténtica renovación de la Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y del seguimiento cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo en el encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de presencia en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las naciones» (Discurso en el vigésimo aniversario de la promulgación del Decreto conciliar «Apostolicam actuositatem», 18 noviembre 1985). Alguno podría decir: «La Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad..., pero no los hay».

A este respecto, os confieso la agradable sorpresa que he tenido al encontrarme con los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Al observarlos, he tenido la alegría y la gracia de ver cómo, en un momento de fatiga de la Iglesia, en un momento en que se hablaba de «invierno de la Iglesia», el Espíritu Santo creaba una nueva primavera, despertando en jóvenes y adultos la alegría de ser cristianos, de vivir en la Iglesia, que es el Cuerpo vivo de Cristo. Gracias a los carismas, la radicalidad del Evangelio, el contenido objetivo de la fe, la corriente viva de su tradición se comunican de manera persuasiva y son acogidos como experiencia personal, como adhesión libre a todo lo que encierra el misterio de Cristo.

Naturalmente, es condición necesaria el que estas nuevas realidades quieran vivir en la Iglesia común, si bien con espacios en cierto modo reservados para su vida, de manera que ésta sea después fecunda para todos los demás. Quienes viven un carisma particular, han de sentirse fundamentalmente responsables de la comunión, de la fe común de la Iglesia, y deben someterse a la guía de los Pastores. Éstos son quienes han de asegurar la eclesialidad de los movimientos. Los Pastores no son sólo personas que ocupan un cargo, sino que ellos mismos son portadores de carismas, son responsables de la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu Santo. Nosotros, los Obispos, estamos ungidos por el Espíritu Santo en el sacramento y, por tanto, el sacramento nos asegura también la apertura a sus dones. De este modo, por un lado, hemos de sentir la responsabilidad de acoger estos impulsos que son un don para la Iglesia y le dan nueva vitalidad, pero, por otro, hemos de ayudar también a los movimientos a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con comprensión, esa comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía, el reconocimiento y una cierta apertura y disponibilidad para aprender.

Decid o reiterad precisamente esto a vuestros presbíteros. En este Año Sacerdotal, que está llegando a su conclusión, descubrid de nuevo, queridos hermanos, la paternidad episcopal sobre todo respecto a vuestro clero. Se ha relegado a un segundo plano durante demasiado tiempo la responsabilidad de la autoridad como servicio para el crecimiento de los demás y, antes que nadie, de los sacerdotes. Ellos están llamados a servir en su ministerio pastoral integrados en una acción pastoral de comunión o de conjunto, como nos recuerda el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis: «Ningún presbítero, por tanto, puede realizar bien su misión de manera aislada e individualista, sino únicamente juntando sus fuerzas con otros presbíteros bajo la dirección de los que presiden la Iglesia» (n. 7). Esto no quiere decir volver al pasado, ni un simple retorno a los orígenes, sino recuperar el fervor de los orígenes, la alegría del comienzo de la experiencia cristiana, haciéndose acompañar por Cristo como los «discípulos de Emaús» el día de Pascua, dejando que su palabra nos encienda el corazón, que el «pan partido» abra nuestros ojos a la contemplación de su rostro. Sólo de este modo el fuego de su amor será suficientemente ardiente para impulsar a todo fiel cristiano a convertirse en dispensador de luz y de vida en la Iglesia y entre los hombres.

Antes de concluir, me gustaría pediros, como presidentes y ministros de la caridad en la Iglesia, que deis nuevo vigor en vosotros mismos y en vuestro entorno a sentimientos de misericordia y compasión, capaces de responder a situaciones de graves carencias en la sociedad. Que se instituyan organizaciones y se perfeccionen las ya existentes, para que puedan responder con creatividad a todas las pobrezas, incluida la de la falta de sentido de la vida y la ausencia de esperanza. Es muy loable el esfuerzo que hacéis para ayudar a las diócesis más necesitadas, especialmente en los países de habla portuguesa. Que las dificultades que ahora se hacen sentir mayormente no os debiliten en la lógica del don. Que siga siendo muy vivo en el País vuestro testimonio de profetas de justicia y de paz, defensores de los derechos inalienables de la persona, uniendo vuestra voz a la de los más débiles, a los que sabiamente habéis motivado a que tengan su propia voz, sin temer nun­ca levantar vuestra voz en favor de los oprimidos, los humillados y maltratados.

A la vez que os encomiendo a Nuestra Señora de Fátima, pidiéndole que os sostenga maternalmente en los retos que se os presentan, para que seáis promotores de una cultura y una espiritualidad de caridad y de paz, de esperanza y justicia, de fe y de servicio, os imparto de corazón la Bendición Apostólica, que se extiende a vuestros familiares y a vuestras comunidades diocesanas.



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