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VISITA PASTORAL A LA ARCHIDIÓCESIS DE MILÁN
Y VII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
(1-3 DE JUNIO DE 2012)

CONCIERTO EN HONOR DEL SANTO PADRE
Y DE LAS DELEGACIONES OFICIALES
DEL ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Teatro de la Scala de Milán
Viernes 1 de junio de 2012

 

Señores cardenales,
ilustres autoridades,
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridas delegaciones del VII Encuentro mundial de las familias:

En este lugar histórico, ante todo quiero recordar un hecho: era el 11 de mayo de 1946 y Arturo Toscanini levantó la batuta para dirigir un concierto memorable en la Scala reconstruida después de los horrores de la guerra. Narran que el gran maestro recién llegado aquí a Milán se dirigió inmediatamente a este teatro y en el centro de la sala comenzó a aplaudir para comprobar si se había mantenido intacta la proverbial acústica y, constatando que era perfecta, exclamó: «¡Es la Scala, es siempre mi Scala!». En estas palabras, «¡Es la Scala!», se encierra el sentido de este lugar, templo de la Ópera, punto de referencia musical y cultural, no sólo para Milán y para Italia, sino para todo el mundo. Y la Scala está profundamente vinculada a Milán; es una de sus glorias más grandes. Y he querido recordar aquel mayo de 1946 porque la reconstrucción de la Scala fue un signo de esperanza para la recuperación de la vida de toda la ciudad después de las destrucciones de la guerra. Por eso, para mí es un honor estar aquí con todos vosotros y haber vivido, con este espléndido concierto, un momento de elevación del espíritu. Doy las gracias al alcalde, abogado Giuliano Pisapia; al director artístico, doctor Stéphane Lissner, también por haber introducido esta velada; y sobre todo a la orquesta y al coro del teatro en la Scala, a los cuatro solistas y al maestro Daniel Barenboim por la intensa y emotiva interpretación de una de las obras maestras en absoluto de la historia de la música. La gestación de la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven fue larga y compleja, pero desde los célebres primeros dieciséis compases del primer movimiento, se crea un clima de espera de algo grandioso y la espera no queda defraudada.

Beethoven, aun siguiendo sustancialmente las formas y el lenguaje tradicional de la Sinfonía clásica, hace percibir algo nuevo ya desde la amplitud sin precedentes de todos los movimientos de la obra, que se confirma con la parte final introducida por una terrible disonancia, en la que se halla el recitado con las famosas palabras «¡Oh amigos, no estos tonos; entonemos otros más atractivos y alegres!», palabras que, en cierto sentido, «pasan página» e introducen el tema principal del Himno a la alegría. Es una visión ideal de humanidad que Beethoven dibuja con su música: «La alegría activa en la fraternidad y en el amor recíproco, bajo la mirada paterna de Dios» (Luigi Della Croce). No es una alegría propiamente cristiana la que Beethoven canta, pero es la alegría de la convivencia fraterna de los pueblos, de la victoria sobre el egoísmo, y es el deseo de que el camino de la humanidad esté marcado por el amor, como una invitación que dirige a todos más allá de cualquier barrera y convicción.

Sobre este concierto, que debía ser una fiesta jubilosa con ocasión de este encuentro de personas provenientes de casi todas las naciones del mundo, se cierne la sombra del seísmo que ha producido gran sufrimiento a numerosos habitantes de nuestro país. Las palabras tomadas del Himno a la alegría de Schiller suenan como vacías para nosotros, más aún, no parecen verdaderas. De hecho, no experimentamos las chispas divinas del Elisio. No estamos ebrios de fuego, sino más bien paralizados por el dolor ante una destrucción tan grande e incomprensible que ha costado vidas humanas, que ha dejado a muchos sin casa y sin hogar. Incluso nos parece discutible la hipótesis de que sobre el cielo estrellado debe de habitar un buen padre. ¿El buen padre está sólo sobre el cielo estrellado? ¿Su bondad no llega hasta nosotros? Nosotros buscamos un Dios que no truena a lo lejos, sino que entra en nuestra vida y en nuestro sufrimiento.

En esta hora quisiéramos referir las palabras de Beethoven, «Amigos, no estos tonos...», precisamente a las de Schiller. No estos tonos. No necesitamos un discurso irreal de un Dios lejano y de una fraternidad que no compromete. Estamos en busca del Dios cercano. Buscamos una fraternidad que, en medio de los sufrimientos, sostiene al otro y así ayuda a seguir adelante. Después de este concierto muchos irán a la adoración eucarística, al Dios que se ha metido en nuestros sufrimientos y sigue haciéndolo. Al Dios que sufre con nosotros y por nosotros, y así ha capacitado a los hombres y las mujeres para compartir el sufrimiento de los demás y para transformarlo en amor. Precisamente a eso nos sentimos llamados por este concierto.

Así pues, gracias, una vez más, a la orquesta y al coro del teatro en la Scala, a los solistas y a todos los que han hecho posible este evento. Gracias al maestro Daniel Barenboim también porque con la elección de la Novena Sinfonía de Beethoven nos permite lanzar con la música un mensaje que afirme el valor fundamental de la solidaridad, de la fraternidad y de la paz. Y me parece que este mensaje también es valioso para la familia, porque es en la familia donde se experimenta por primera vez que la persona humana no ha sido creada para vivir encerrada en sí misma, sino en relación con los demás; es en la familia donde se comprende cómo la propia realización no se logra poniéndose en el centro, guiados por el egoísmo, sino entregándose; es en la familia donde se comienza a encender en el corazón la luz de la paz para que ilumine nuestro mundo. Y gracias a todos vosotros por el momento que hemos vivido juntos. ¡Gracias de corazón!



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