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VISITA PASTORAL A LA ARCHIDIÓCESIS DE MILÁN
Y VII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
(1-3 DE JUNIO DE 2012)

ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala del Trono del Arzobispado de Milán
Sábado 2 de junio de 2012

 

Ilustres señores:

Os agradezco sinceramente este encuentro, que revela vuestros sentimientos de respeto y estima hacia la Sede apostólica y, al mismo tiempo, me permite, en calidad de Pastor de la Iglesia universal, expresaros aprecio por la obra diligente y benemérita que no cesáis de promover para un bienestar civil, social y económico cada vez mayor de las laboriosas poblaciones milanesas y lombardas. Gracias al cardenal Angelo Scola que ha introducido este momento. Al dirigiros mi deferente y cordial saludo a vosotros, mi pensamiento va a aquel que fue vuestro ilustre predecesor, san Ambrosio, gobernador —consularis— de las provincias de Liguria y Aemilia, con sede en la ciudad imperial de Milán, lugar europeo de tránsito y de referencia —diríamos hoy—. Antes de ser elegido obispo de Mediolanum, de modo inesperado y absolutamente contra su voluntad, porque no se sentía preparado, había sido el responsable del orden público y había administrado la justicia en esta ciudad. Me parecen significativas las palabras con que el prefecto Probo lo invitó como consularis a Milán; de hecho, le dijo: «Ve y administra no como un juez, sino como un obispo». Y fue efectivamente un gobernador equilibrado e iluminado que supo afrontar con sabiduría, buen sentido y autoridad las cuestiones, sabiendo superar contrastes y recomponer divisiones. Precisamente quiero detenerme brevemente en algunos principios, por los que él se regía y que siguen siendo valiosos para quienes están llamados a la administración pública.

En su comentario al Evangelio de san Lucas, san Ambrosio recuerda que «la institución del poder deriva tan bien de Dios, que quien lo ejerce es él mismo ministro de Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam, IV, 29). Esas palabras podrían parecer extrañas a los hombres del tercer milenio, pero indican claramente una verdad central sobre la persona humana, que es fundamento sólido de la convivencia social: ningún poder del hombre puede considerarse divino; por tanto, ningún hombre es amo de otro hombre. San Ambrosio lo recordará con valentía al emperador, escribiéndole: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre» (Epistula 51, 11).

De la enseñanza de san Ambrosio podemos sacar otro elemento. La primera cualidad de quien gobierna es la justicia, virtud pública por excelencia, porque atañe al bien de toda la comunidad. Sin embargo, la justicia no basta. San Ambrosio la acompaña con otra cualidad: el amor a la libertad, que él considera elemento decisivo para distinguir a los buenos gobernantes de los malos, pues, como se lee en otra de sus cartas, «los buenos aman la libertad, y los malos aman la esclavitud» (Epistula 40, 2). La libertad no es un privilegio para algunos, sino un derecho de todos, un valioso derecho que el poder civil debe garantizar. Con todo, la libertad no significa arbitrio del individuo; más bien, implica la responsabilidad de cada uno. Aquí se encuentra uno de los principales elementos de la laicidad del Estado: asegurar la libertad para que todos puedan proponer su visión de la vida común, pero siempre en el respeto de los demás y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos.

Por otra parte, en la medida en que se supera la concepción de un Estado confesional, resulta claro, en cualquier caso, que sus leyes deben encontrar justificación y fuerza en la ley natural, que es fundamento de un orden adecuado a la dignidad de la persona humana, superando una concepción meramente positivista, de la que no pueden derivar indicaciones que sean, de algún modo, de carácter ético (cf. Discurso al Parlamento alemán, 22 de septiembre de 2011). El Estado está al servicio y para la protección de la persona y de su «bien estar» en sus múltiples aspectos, comenzando por el derecho a la vida, cuya supresión deliberada nunca se puede permitir. Así pues, cada uno puede ver cómo la legislación y la obra de las instituciones estatales deben estar, en particular, al servicio de la familia, fundada en el matrimonio y abierta a la vida; y además deben reconocer el derecho primario de los padres a la libre educación y formación de los hijos, según el proyecto educativo que ellos juzguen válido y pertinente. No se hace justicia a la familia si el Estado no sostiene la libertad de educación para el bien común de toda la sociedad.

Teniendo en cuenta que el Estado existe para los ciudadanos resulta muy valiosa una colaboración constructiva con la Iglesia, sin duda no por una confusión de las finalidades y de las funciones diversas y distintas del poder civil y de la Iglesia misma, sino por la aportación que ella ha dado y todavía puede dar a la sociedad con su experiencia, su doctrina, su tradición, sus instituciones y sus obras, con las que se ha puesto al servicio del pueblo. Basta pensar en la espléndida legión de los santos de la caridad, de la escuela y de la cultura, del cuidado de los enfermos y los marginados, a los que se sirve y se ama como se sirve y se ama al Señor. Esta tradición sigue dando frutos: la laboriosidad de los cristianos lombardos en esos ambientes es muy viva y tal vez aún más significativa que en el pasado. Las comunidades cristianas promueven estas actividades no tanto como suplencia, cuanto como sobreabundancia gratuita de la caridad de Cristo y de la experiencia totalizadora de su fe. El tiempo de crisis que estamos atravesando, además de valientes decisiones técnico-políticas, necesita gratuidad, como recordé: «La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (Caritas in veritate, 6).

Podemos recoger una última y valiosa invitación de san Ambrosio, cuya figura solemne y amonestadora está tejida en el estandarte de la ciudad de Milán. A quienes quieren colaborar en el gobierno y en la administración pública san Ambrosio les pide que se hagan amar. En la obra De officiis afirma: «Lo que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo. Nada es tan útil como hacerse amar» (II, 29). Por otra parte, la razón que a su vez mueve y estimula vuestra activa y laboriosa presencia en los distintos ámbitos de la vida pública no puede menos de ser la voluntad de dedicaros al bien de los ciudadanos, y, por tanto, una expresión clara y un signo evidente de amor. Así, la política se ennoblece profundamente, convirtiéndose en una forma elevada de caridad.

Ilustres señores, aceptad estas sencillas consideraciones como signo de mi profunda estima por las instituciones a las que servís y por vuestra importante obra. Que os asista, en esta misión vuestra, la protección continua del cielo, de la cual quiere ser prenda y auspicio la bendición apostólica que os imparto a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras familias. Gracias.


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