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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIRECTORES NACIONALES DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


Sala Clementina
Viernes 11 de mayo de 2012

 

Señor cardenal,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Os dirijo a todos mi cordial saludo, comenzando por el señor cardenal Fernando Filoni, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, a quien agradezco sus amables palabras y las informaciones sobre la actividad de las Obras misionales pontificias. Extiendo mi saludo y mi agradecimiento al secretario monseñor Savio Hon Tai-Fai; al secretario adjunto monseñor Pergiuseppe Vacchelli, presidente de las Obras misionales pontificias; a los directores nacionales y a todos los colaboradores, así como a quienes prestan su generoso servicio en el dicasterio. Mi pensamiento, como el vuestro, se dirige en este momento al padre Massimo Cenci, subsecretario, que acaba de fallecer improvisamente. Que el Señor lo recompense por todo el trabajo que realizó en misión y al servicio de la Santa Sede.

El encuentro de hoy se realiza en el contexto de la Asamblea anual del Consejo superior de las Obras misionales pontificias, al que está confiada la cooperación misionera de todas las Iglesias del mundo.

La evangelización, que siempre tiene un carácter de urgencia, en estos tiempos impulsa a la Iglesia a obrar con un paso aún más ágil por las sendas del mundo, para llevar a todos los hombres a conocer a Cristo. De hecho, solamente en la verdad, que es Cristo mismo, la humanidad puede descubrir el sentido de la existencia, encontrar la salvación y crecer en la justicia y en la paz. Todos los hombres y todos los pueblos tienen derecho a recibir el Evangelio de la verdad. En esta perspectiva asume un significado particular vuestro compromiso de celebrar el Año de la fe, ya cercano, para reforzar el empeño de difusión del reino de Dios y del conocimiento de la fe cristiana. Esto exige de parte de quienes ya encontraron a Jesucristo «una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Carta ap. Porta fidei, 6). En efecto, las comunidades cristianas «necesitan escuchar de nuevo la voz del Esposo que las invita a la conversión, las impulsa a intentar cosas nuevas y las llama a comprometerse en la gran obra de la nueva evangelización». (Juan Pablo II, Ex. ap. postsin. Ecclesia in Europa, 23). Jesús, el Verbo encarnado, siempre es el centro del anuncio, el punto de referencia para el seguimiento y para la metodología misma de la misión evangelizadora, porque él es el rostro humano de Dios que quiere encontrarse con cada hombre y cada mujer para hacerlos entrar en comunión con él, en su amor. Recorrer las sendas del mundo para proclamar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra y guiarlos al encuentro con el Señor (cf. Cart. ap. Porta fidei, 7), exige, por tanto, que el anunciador tenga una relación personal y cotidiana con Cristo, que lo conozca y lo ame profundamente.

La misión hoy necesita renovar la confianza en la acción de Dios; necesita una oración más intensa para que venga su reino, para que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo. Es necesario invocar luz y fuerza del Espíritu Santo, y comprometerse con decisión y generosidad para inaugurar, en cierto sentido, «una nueva época de anuncio del Evangelio (...) no sólo porque, después de dos mil años, gran parte de la familia humana aún no reconoce a Cristo, sino también porque la situación en que la Iglesia y el mundo se encuentran (...) plantea particulares desafíos a la fe religiosa» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 29). Por eso, me alegra alentar el proyecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos y de las Obras misionales pontificas, en apoyo al Año de la fe. Ese proyecto prevé una campaña mundial que, a través de la oración del santo rosario, acompañe la obra de evangelización en el mundo y, para muchos bautizados, el redescubrimiento y la profundización de la fe.

Queridos amigos, sabéis bien que el anuncio del Evangelio conlleva no pocas veces dificultades y sufrimiento; de hecho, el crecimiento del reino de Dios en el mundo con frecuencia se realiza al precio de la sangre de sus servidores. En esta fase de cambios económicos, culturales y políticos, donde a menudo el ser humano se siente solo, presa de la angustia y la desesperación, los mensajeros del Evangelio, aunque sean anunciadores de esperanza y de paz, siguen siendo perseguidos como su Maestro y Señor. Pero, a pesar de los problemas y la trágica realidad de la persecución, la Iglesia no se desalienta, permanece fiel al mandato de su Señor, consciente de que «como siempre en la historia cristiana, los mártires, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del Evangelio» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 45). El mensaje de Cristo, hoy como ayer, no puede acomodarse a la lógica de este mundo, porque es profecía y liberación, es semilla de una humanidad nueva que crece, y solamente al final de los tiempos tendrá su plena realización.

A vosotros se os ha confiado de manera especial la tarea de sostener a los ministros del Evangelio, ayudándoles a «conservar la alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Vuestro peculiar compromiso consiste también en mantener viva la vocación misionera de todos los discípulos de Cristo, de manera que cada uno, según el carisma recibido del Espíritu Santo, pueda tomar parte en la misión universal que el Resucitado confió a su Iglesia. Vuestra obra de animación y formación misionera forma parte del alma de la solicitud pastoral, porque la missio ad gentes constituye el paradigma de toda la acción apostólica de la Iglesia. Sed cada vez más expresión visible y concreta de la comunión de personas y de medios entre las Iglesias, que, como vasos comunicantes, viven la misma vocación y tensión misionera, y en cada rincón de la tierra trabajan para sembrar el Verbo de Verdad en todos los pueblos y las culturas. Estoy seguro de que seguiréis esforzándoos para que las Iglesias locales asuman, cada vez más generosamente, su parte de responsabilidad en la misión universal de la Iglesia.

Que la Virgen santísima, Reina de las misiones, os acompañe en este servicio y sostenga cada uno de vuestros esfuerzos para promover la conciencia y la colaboración misionera. Con este deseo, que tengo siempre presente en mi oración, os manifiesto mi agradecimiento a vosotros y a todos los que cooperan en la causa de la evangelización, y de corazón imparto a cada uno la bendición apostólica.



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