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SANTA MISA - SOBERANA Y MILITAR ORDEN DE MALTA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado
9 de febrero de 2013

 

Queridos hermanos y hermanas

Me es grato recibirles y saludarles a todos, Caballeros y Damas, Capellanes y voluntarios de la Soberana y Militar Orden de Malta. Saludo de modo especial al Gran Maestro, Su Alteza Eminentísima Fray Matthew Festing, agradeciendo las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros; muchas gracias también por el donativo que me habéis ofrecido, y que he destinado a una obra de caridad. Deseo expresar mi afecto a los Cardenales y a los Hermanos en el episcopado y en el presbiterado, en particular a mi Secretario de Estado, que hace poco ha presidido la Eucaristía, así como al cardenal Paolo Sardi, patrono de la Orden, y al cual agradezco la solicitud con que se dedica a consolidar el vínculo especial que os une a la Iglesia Católica, y de una manera particular a la Santa Sede. Saludo con reconocimiento a vuestro Prelado, el Señor Arzobispo Mons. Angelo Acerbi. Saludo, en fin, a los diplomáticos, y también a las altas personalidades y autoridades que están presentes.

El motivo de este encuentro lo ofrece el IX centenario del solemne privilegio Pie postulatio voluntatis, del 15 de febrero de 1113, con el cual el Papa Pascual II puso a la recién nacida «hermandad hospitalaria» de Jerusalén, con el título de San Juan Bautista, bajo la tutela de la Iglesia, haciéndola soberana, constituyéndola como una Orden de derecho eclesial, con el derecho a elegir libremente a sus superiores sin interferencia por parte de otras autoridades laicas o religiosas. Esta importante conmemoración adquiere un especial significado en el contexto del Año de la fe, durante el cual la Iglesia está llamada a renovar la alegría y el compromiso de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo. En este sentido, también vosotros estáis llamados a acoger este tiempo de gracia para profundizar en el conocimiento del Señor y para hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe, mediante el testimonio de vuestra vida y vuestro servicio en el hoy de nuestro tiempo.

Desde sus comienzos, vuestra Orden se ha distinguido por la fidelidad a la Iglesia y al Sucesor de Pedro, así como por su irrenunciable perfil espiritual, caracterizado por el elevado ideal religioso. Seguid avanzado por este camino, dando testimonio de manera concreta de la fuerza transformadora de la fe. Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir a Jesús, y después fueron por el mundo entero, cumpliendo con el mandato de llevar el evangelio a toda criatura; anunciaron a todos sin temor la fuerza de la cruz y la alegría de la resurrección de Cristo, de la cual fueron testigos directos. Por la fe, los mártires dieron su vida, mostrando la verdad del evangelio que les había transformado y hecho capaces de llegar hasta la entrega más grande, fruto del amor, perdonando a sus propios perseguidores. Y por la fe, a través de los siglos, los miembros de vuestra Orden se han prodigado primero en asistir a los enfermos en Jerusalén, y después en socorrer a los peregrinos en Tierra Santa, expuestos a graves peligros, escribiendo así páginas brillantes de caridad cristiana y defensa del cristianismo. En el siglo XIX, la Orden se abrió a nuevos y más amplios campos de actividad en el ámbito asistencial y de servicio a los enfermos y los pobres, pero sin renunciar nunca a los ideales originarios, especialmente el de la intensa vida espiritual de cada uno de sus miembros. En esta dirección debe continuar vuestro compromiso, con una atención muy especial a la consagración religiosa —la de los profesos— que constituye el corazón de la Orden. Nunca debéis olvidar vuestras raíces, cuando el Beato Gerardo y sus compañeros se consagraron con los votos para el servicio a los pobres, y el privilegio Pie postulatio voluntatis corroboró su vocación. Los miembros de la institución recién constituida se configuraban así con los rasgos de la vida religiosa: el compromiso de alcanzar la perfección cristiana mediante la profesión de los tres votos, el carisma al que se consagran y la fraternidad entre los miembros. La vocación del profeso debe ser objeto de gran atención también hoy, unida al cuidado de la vida espiritual de todos.

En este sentido, respecto a otras organizaciones comprometidas en el ámbito internacional en la asistencia a los enfermos, en la solidaridad y la promoción humana, vuestra Orden se distingue por la inspiración cristiana que debe orientar constantemente el compromiso social de sus miembros. Conservad y cultivad este rasgo característico, y actuad con renovado ardor apostólico, siempre con una actitud de profunda sintonía con el Magisterio de la Iglesia. Vuestra preciosa obra benéfica, articulada en varios campos, y que se lleva a cabo en diversas partes del mundo, concentrada principalmente en el servicio al enfermo con estructuras hospitalarias y sanitarias, no es simple filantropía, sino la expresión eficaz y el testimonio vivo del amor evangélico.

En la Sagrada Escritura, la llamada al amor del prójimo está unida al mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (cf. Mc 12,29-31). Por consiguiente, el amor al prójimo responde al mandato y al ejemplo de Cristo si se funda en un verdadero amor a Dios. Así es posible para el cristiano hacer experimentar a los demás a través de su entrega la ternura providente del Padre celestial, gracias a una configuración cada vez más profunda con Cristo. Para dar amor a los hermanos, es necesario tomarlo del fuego de la caridad divina, mediante la oración, la escucha asidua de la Palabra de Dios y una vida centrada en la Eucaristía. Vuestra vida cotidiana ha de estar impregnada de la presencia de Jesús, ante cuya mirada estáis llamados a poner también el sufrimiento de los enfermos, la soledad de los ancianos o las dificultades de las personas con discapacidad. Saliendo al encuentro de estas personas, servís a Cristo: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40), dice el Señor.

Queridos amigos, seguid actuando en la sociedad y en el mundo por las vías maestras indicadas por el evangelio: la fe y la caridad, para reavivar la esperanza. La fe, como el testimonio de adhesión a Cristo y de compromiso con la misión evangélica, que os impulsa a una presencia cada vez más viva en la comunidad eclesial y a una pertenencia más consciente al Pueblo de Dios; la caridad, como expresión de fraternidad en Cristo, mediante las obras de misericordia con los enfermos, los pobres, los necesitados de amor, de consuelo y ayuda, con los afligidos por la soledad, la desorientación y las nuevas formas de pobreza material y espiritual. Estos ideales están bien expresados en vuestro lema: «Tuitio fidei et Obsequium pauperum». Son palabras que sintetizan bien el carisma de vuestra Orden, la cual, como sujeto de derecho internacional, no aspira a ejercer poder e influencia de carácter humano, sino que desea desarrollar con plena libertad su propia misión para el bien integral del hombre, cuerpo y alma, con la atención puesta tanto en cada persona como en la comunidad, y sobre todo en quienes están más necesitados de esperanza y de amor.

Que la Santísima Virgen María —la bienaventurada Virgen de Filermo— sustente con su materna protección vuestros propósitos y proyectos; que vuestro celestial protector, san Juan Bautista, así como el beato Gerardo y los Santos y Beatos de la Orden, os acompañen con su intercesión. Por mi parte, os aseguro mis oraciones por los que estáis aquí, por todos los miembros de la Orden, así como por los numerosos y beneméritos voluntarios, incluido el nutrido grupo de niños, y por cuantos os apoyan en vuestras actividades, a la vez que os imparto con afecto una especial Bendición Apostólica, que complacido hago extensiva a vuestras familias. Gracias.



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