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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO "COR UNUM"


Sala del Consistorio
Sábado 19 de enero de 2013

 

Queridos amigos:

Con afecto y alegría os doy mi bienvenida, con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio Cor Unum. Agradezco al presidente, cardenal Robert Sarah, sus palabras y dirijo mi saludo cordial a cada uno de vosotros, extendiéndolo idealmente a todos los que trabajan en el servicio de la caridad de la Iglesia. Con el reciente Motu proprio Intima Ecclesiae natura quise reafirmar el sentido eclesial de vuestra actividad. Vuestro testimonio puede abrir la puerta de la fe a muchas personas que buscan el amor de Cristo. Así, en este Año de la fe el tema «Caridad, nueva ética y antropología cristiana», que afrontáis, refleja el apremiante nexo entre amor y verdad, o, si se prefiere, entre fe y caridad. Todo el ethos cristiano recibe en efecto su sentido de la fe como «encuentro» con el amor de Cristo, que ofrece un nuevo horizonte e imprime a la vida la dirección decisiva (cf. Enc. Deus caritas est, 1). El amor cristiano encuentra fundamento y forma en la fe. Encontrando a Dios y experimentando su amor, aprendemos «a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás» (ibídem., n. 33).

A partir de esta relación dinámica entre fe y caridad, querría reflexionar sobre un punto, que llamaría la dimensión profética que la fe infunde en la caridad. La adhesión creyente al Evangelio imprime en efecto a la caridad su forma típicamente cristiana y constituye su principio de discernimiento. El cristiano, en particular, quien trabaja en los organismos de caridad, debe dejarse orientar por los principios de la fe, mediante la cual nos adherimos al «punto de vista de Dios», a su proyecto sobre nosotros (cf. Enc. Caritas in veritate, 1). Esta nueva mirada sobre el mundo y sobre el hombre ofrecido por la fe proporciona también el criterio correcto de valoración, en el contexto actual, de las expresiones de caridad.

En todas las épocas, cuando el hombre no ha buscado dicho proyecto, ha sido víctima de tentaciones culturales que han terminado por convertirlo en esclavo. En los últimos siglos, las ideologías que ensalzaban el culto de la nación, de la raza, de la clase social se han revelado verdaderas idolatrías; y lo mismo se puede decir del capitalismo salvaje con su culto de la ganancia, del cual han derivado crisis, desigualdades y miseria. Hoy se comparte cada vez más un sentir común sobre la dignidad inalienable de todo ser humano y la responsabilidad recíproca e interdependiente hacia él; y esto en beneficio de la verdadera civilización, la civilización del amor. Por otra parte, por desgracia, también nuestro tiempo conoce sombras que oscurecen el proyecto de Dios. Me refiero sobre todo a una trágica reducción antropológica que vuelve a proponer el antiguo materialismo hedonista, al cual se añade un «prometeísmo tecnológico». De la unión entre una visión materialista del hombre y el gran desarrollo de la tecnología emerge una antropología en su fondo atea. Presupone que el hombre se reduce a funciones autónomas, la mente al cerebro, la historia humana a un destino de autorrealización. Todo esto prescindiendo de Dios, de la dimensión propiamente espiritual y del horizonte ultraterreno. En la perspectiva de un hombre privado de su alma y por tanto de una relación personal con el Creador, lo que es técnicamente posible se convierte en moralmente lícito, todo experimento resulta aceptable, toda política demográfica consentida, toda manipulación legitimada. La insidia más temible de esta corriente de pensamiento es de hecho la absolutización del hombre: el hombre quiere ser ab-solutus, libre de todo vínculo y de toda constitución natural. Pretende ser independiente y piensa que sólo en la afirmación de sí está su felicidad. «El hombre niega su propia naturaleza… Existe sólo el hombre en abstracto, que después elige para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya» (Discurso a la Curia romana, 21 de diciembre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23-30 de diciembre de 2012, p. 3). Se trata de una negación radical de la creaturalidad y la filialidad del hombre, que acaba en una soledad dramática.

La fe y el sano discernimiento cristiano nos inducen por eso a prestar una atención profética a esta problemática ética y a la mentalidad que subyace a ella. La justa colaboración con instancias internacionales en el campo del desarrollo y de la promoción humana no debe hacernos cerrar los ojos ante estas graves ideologías, y los pastores de la Iglesia —la cual es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15)— tienen el deber de poner en guardia contra estas corrientes tanto a los fieles católicos como a toda persona de buena voluntad y de recta razón. Se trata en efecto de una corriente negativa para el hombre, aunque se enmascare de buenos sentimientos con vistas a un presunto progreso o a presuntos derechos, o a un presunto humanismo. Frente a esta reducción antropológica, ¿qué tarea le corresponde a cada cristiano y, en particular, a vosotros, comprometidos en actividades caritativas, y por tanto en relación directa con muchos otros protagonistas sociales? Ciertamente debemos ejercer una vigilancia crítica y, a veces, rechazar financiamientos y colaboraciones que, directa o indirectamente, favorezcan acciones o proyectos en contraste con la antropología cristiana. Pero positivamente la Iglesia siempre está comprometida en promover al hombre según el designio de Dios, en su dignidad integral, en el respeto de su doble dimensión vertical y horizontal. A esto tiende también la acción de desarrollo de los organismos eclesiales. La visión cristiana del hombre en efecto es un grande sí a la dignidad de la persona llamada a la comunión íntima con Dios, una comunión filial, humilde y confiada. El ser humano no es ni individuo independiente ni elemento anónimo en la colectividad, sino más bien persona singular e irrepetible, intrínsecamente ordenada a la relación y la socialización. Por eso la Iglesia reafirma su gran sí a la dignidad y a la belleza del matrimonio como expresión de alianza fiel y fecunda entre un hombre y una mujer, y el no a filosofías como la del gender se motiva en que la reciprocidad entre lo masculino y lo femenino es expresión de la belleza de la naturaleza querida por el Creador.

Queridos amigos, os agradezco vuestro compromiso en favor del hombre, en la fidelidad a su verdadera dignidad. Frente a estos desafíos históricos, sabemos que la respuesta es el encuentro con Cristo. En Él el hombre puede realizar plenamente su bien personal y el bien común. Os aliento a proseguir con ánimo alegre y generoso, mientras de corazón os imparto mi bendición apostólica.



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