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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 31 de enero de 2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El relato evangélico de hoy nos conduce de nuevo, como el pasado domingo, a la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea donde Jesús creció en familia y lo conocían todos. Él, que hacía poco tiempo que había salido para comenzar su vida pública, vuelve ahora por primera vez y se presenta a la comunidad, reunida el sábado en la sinagoga. Lee el pasaje del profeta Isaías que habla del futuro Mesías y al final declara: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4 ,21). Los conciudadanos de Jesús, en un primer momento sorprendidos y admirados, comienzan después a poner cara larga, a murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué este que pretende ser el Consagrado del Señor, no repite aquí los prodigios y milagros que ha realizado en Cafarnaúm y en los pueblos cercanos? Entonces Jesús afirma: «Ningún profeta es aceptado en su pueblo» (v. 24) y recuerda a los grandes profetas del pasado, Elías y Eliseo, que realizaron milagros a favor de los paganos para denunciar la incredulidad de su pueblo. Llegados a este punto, los presentes se sienten ofendidos, se levantan indignados, expulsan a Jesús fuera del pueblo y quisieran arrojarlo desde un precipicio. Pero Él, con la fuerza de su paz, «se abrió paso entre ellos y seguía su camino» (v. 30). Su hora todavía no había llegado.

Este relato del evangelista Lucas no es simplemente la historia de una pelea entre paisanos, como a veces pasa en nuestros barrios, suscitada por envidias y celos, sino que saca a la luz una tentación a la cual el hombre religioso está siempre expuesto —todos nosotros estamos expuestos— y de la cual es necesario tomar decididamente distancia. ¿Y cuál es esta tentación? Es la tentación de considerar la religión como una inversión humana y, en consecuencia, ponerse a «negociar» con Dios buscando el propio interés. En cambio en la verdadera religión se trata de acoger la revelación de un Dios que es Padre y que se preocupa por cada una de sus criaturas, también de aquellas más pequeñas e insignificantes a los ojos de los hombres. Precisamente en esto consiste el ministerio profético de Jesús: en anunciar que ninguna condición humana puede constituirse en motivo de exclusión —¡ninguna condición humana puede ser motivo de exclusión!— del corazón del Padre, y que el único privilegio a los ojos de Dios es el de no tener privilegios. El único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios, de no tener padrinos, de abandonarse en sus manos.

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). El «hoy», proclamado por Cristo aquel día, vale para cada tiempo; resuena también para nosotros en esta plaza, recordándonos la actualidad y la necesidad de la salvación traída por Jesús a la humanidad. Dios viene al encuentro de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares en las situaciones concretas en las cuales estos estén. También viene a nuestro encuentro. Es siempre Él quien da el primer paso: viene a visitarnos con su misericordia, a levantarnos del polvo de nuestros pecados; viene a extendernos la mano para hacernos levantar del abismo en el que nos ha hecho caer nuestro orgullo, y nos invita a acoger la consolante verdad del Evangelio y a caminar por los caminos del bien. Siempre viene Él a encontrarnos, a buscarnos.

Volvamos a la sinagoga. Ciertamente aquel día, en la sinagoga de Nazaret, también estaba María, la Madre. Podemos imaginar los latidos de su corazón, una pequeña anticipación de aquello que sufrirá debajo de la Cruz, viendo a Jesús, allí en la sinagoga, primero admirado, luego desafiado, después insultado, luego amenazado de muerte. En su corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa. Que ella nos ayude a convertirnos de un dios de los milagros al milagro de Dios, que es Jesucristo.


Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy se celebra la Jornada mundial de los enfermos de lepra. Esta enfermedad, a pesar de estar en regresión, desafortunadamente todavía afecta a las personas más pobres y marginadas. Es importante mantener viva la solidaridad con estos hermanos y hermanas, que han quedado inválidos después de esta enfermedad. A ellos les aseguramos nuestra oración y aseguramos nuestro apoyo a quienes les asisten. Buenos laicos, buenas hermanas y buenos sacerdotes.

Os saludo con afecto a todos vosotros, queridos peregrinos llegados desde diferentes parroquias de Italia y de otros países, así como a las asociaciones y los grupos. En particular, saludo a los estudiantes de Cuenca y a los de Torreagüera (España). Saludo a los fieles de Taranto, Montesilvano, Macerata, Ercolano y Fasano.

Y ahora saludo a los chicos y chicas de la Acción Católica de la diócesis de Roma. Ahora entiendo porque había tanto ruido en la plaza. Queridos chicos, también este año, acompañados por el Cardenal Vicario y por vuestros Asistentes, habéis venido muchos al final de vuestra «Caravana de la Paz».

Este año vuestro testimonio de paz, animado por la fe en Jesús, será todavía más alegre y consciente, porque está enriquecido por el gesto que acabáis de hacer, al pasar por la Puerta Santa. ¡Os animo a ser instrumentos de paz y de misericordia entre vuestros compañeros! Escuchemos ahora el mensaje que vuestros amigos, que están aquí junto a mí, nos van a leer.

[Tras el mensaje, leído por Martina, el Pontífice retomó la palabra.]

Y ahora los chicos en la plaza lanzarán los globos, símbolo de la paz.

A todos os deseo un feliz domingo y buen almuerzo. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta pronto!


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