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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

La palabra encarcelada

Viernes 21 de marzo de 2014

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 13, viernes 28 de marzo de 2014

 

Humildad y oración, en la Iglesia, son el antídoto contra las alteraciones de la Palabra de Dios y la tentación de adueñarse de ella, interpretándola al propio gusto y enjaulando al Espíritu Santo. Es la síntesis de la meditación que propuso el Pontífice en la misa del viernes 21 de marzo.

Precisamente «durante estos días de Cuaresma el Señor se hace cercano a nosotros y la Iglesia nos conduce hacia el triduo pascual, hacia la muerte y resurrección de Jesús», dijo el Papa refiriéndose a las dos lecturas de la liturgia. En la primera, tomada del Génesis (37, 3-4.12-13.17-28), se relata la historia de «José, que es una profecía y una imagen de Jesús: vendido por veinte monedas por sus hermanos». Y luego el Evangelio de Mateo (21, 33-43.45) presenta «esta parábola que Jesús mismo dice a la gente y a los fariseos, a los sacerdotes, a los ancianos del pueblo para hacer comprender dónde han caído». Nos encontramos, explicó, ante el «drama no del pueblo —porque el pueblo entendía que Jesús era un gran profeta— sino de algunos jefes del pueblo, de algunos sacerdotes de ese tiempo, de los doctores de la ley, de los ancianos que no tenían el corazón abierto a la Palabra de Dios». En efecto, ellos «escuchaban a Jesús, pero en lugar de ver en Él la promesa de Dios, o de reconocerlo como un gran profeta, tenían miedo».

En el fondo, destacó el Pontífice, es «el mismo sentimiento de Herodes». También ellos decían: «Este hombre es un revolucionario, detengámoslo a tiempo, debemos detenerlo». Por esto, «trataban de capturarlo, trataban de ponerlo a prueba, para que cayese y poder arrestarlo: es la persecución contra Jesús». ¿Pero por qué esta persecución? «Porque esta gente —fue la respuesta del Papa— no estaba abierta a la Palabra de Dios, estaban cerrados en su egoísmo».

Es precisamente en este contexto que «Jesús cuenta esta parábola: Dios dio en herencia un terreno con una viña que hizo con sus manos». Se lee en el Evangelio que el dueño «plantó una viña, la rodeó con un cercado, allí excavó un hueco para el lagar y construyó una torre». Y luego dio «la viña en alquiler a los campesinos».

Exactamente lo que «hizo Dios con nosotros: nos dio la vida en alquiler» y, con ella, «la promesa» que vendría a salvarnos. «En cambio, esta gente —destacó el Papa— vio aquí un buen negocio, una buena oportunidad: la viña es hermosa, tomémosla, es nuestra». Y, así, «cuando llegó el momento de recoger los frutos, fueron los empleados de este señor a retirar la cosecha. Pero los campesinos, que ya se habían adueñado de la viña, dijeron: no, saquémosles fuera, esto es nuestro».

La parábola de Jesús, explicó, relata precisamente «el drama de esta gente, pero también nuestro drama». Esas personas, en efecto, «se adueñaron de la Palabra de Dios. Y la Palabra de Dios se convirtió en su palabra. Una palabra según su interés, sus ideologías, sus teologías, a su servicio». Hasta tal punto que «cada uno la interpretaba según la propia voluntad, según el propio interés». Y «mataron para conservar esto». Es lo que le pasó también a Jesús, porque «los jefes de los sacerdotes y los fariseos comprendieron que hablaba de ellos cuando escucharon esta parábola» y, así, «trataron de arrestarlo para que muriese».

Pero de este modo «la Palabra de Dios se convierte en algo muerto, encarcelado». Y «el Espíritu Santo está enjaulado en los deseos de cada uno de ellos. Lo mismo nos pasa a nosotros, cuando no estamos abiertos a la novedad de la Palabra de Dios, cuando no somos obedientes a la Palabra de Dios». Pero desobedecer a la Palabra de Dios es como querer afirmar que «esta palabra ya no es de Dios: ahora es nuestra».

Así, como «la Palabra de Dios está muerta en el corazón de esta gente, también puede morir en nuestro corazón». Sin embargo, afirmó el Santo Padre, la palabra «no se acaba porque está viva en el corazón de los sencillos, de los humildes, del pueblo de Dios». En efecto, los que buscaban capturar a Jesús tenían miedo del pueblo que lo consideraba un profeta. Era «la multitud sencilla, que iba detrás de Jesús porque lo que Jesús decía hacía bien y caldeaba el corazón». Esta gente «no usaba la Palabra de Dios para el propio interés», sino que sencillamente «sentía y trataba de ser un poco más buena».

A este punto el Papa sugirió pensar en «lo que podemos hacer nosotros para no matar la Palabra de Dios, para no adueñarnos de esta palabra, para ser dóciles, para no enjaular al Espíritu Santo». E indicó dos sencillos caminos: humildad y oración.

Ciertamente, destacó, no era humilde «esta gente que no aceptaba la Palabra de Dios, pero decía: sí, la Palabra de Dios es esta, pero la interpreto según mi interés». Con este modo de obrar «eran soberbios, eran suficientes, eran los “doctores” entre comillas»: personas que «creían tener todo el poder para cambiar el significado de la Palabra de Dios». En cambio, «sólo los humildes tienen el corazón preparado para recibir la Palabra de Dios». Pero es necesario precisar, evidenció, que «estaban también los buenos y humildes sacerdotes, humildes fariseos que habían recibido bien la Palabra de Dios: por ejemplo los Evangelios nos hablan de Nicodemo». Por lo tanto, «la primera actitud para escuchar la Palabra de Dios» es la humildad, porque «sin humildad no se puede recibir la Palabra de Dios». Y la segunda es la oración. Las personas de las que habla la parábola, en efecto, «no rezaban, no tenían necesidad de rezar: se sentían seguros, se sentían fuertes, se sentían dioses».

Por lo tanto, «con la humildad y la oración sigamos adelante para escuchar la Palabra de Dios y obedecerle en la Iglesia». Y, «así, no nos sucederá a nosotros lo que le pasó a esta gente: no mataremos para defender esa palabra que nosotros creemos que es la Palabra de Dios» sino que, en cambio, se ha convertido «en una palabra totalmente alterada por nosotros».

Como conclusión, el Pontífice pidió «al Señor la gracia de la humildad, de contemplar a Jesús como el Salvador que nos habla: ¡me habla a mí! Cada uno de nosotros debe decir: ¡me habla a mí!». Y «cuando leemos el Evangelio: ¡me habla a mí!». De aquí la invitación a «abrir el corazón al Espíritu Santo que da fuerza a esta Palabra» y a «rezar, rezar mucho para tener la docilidad de recibir esta palabra y obedecerle».



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