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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

La Iglesia no es de los tibios

Martes 23 de mayo de 2017

 

Fuente:  L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 21, viernes 26 de mayo de 2017

 

La Iglesia no debe ser nunca «tibia» y está llamada, así como cada cristiano, a un camino de «conversión diario». Es necesario de hecho prestar atención a no adecuarse a un estado «tranquilo», «mundano», y estar siempre abiertos al «anuncio alegre que Jesús es el Señor». Como hizo, por ejemplo, el arzobispo Óscar Arnulfo Romero, recordado por el Papa Francisco en el segundo aniversario de la beatificación, durante la misa celebrada en Santa Marta el martes 23 de mayo.

El Pontífice tomó la primera lectura (Hechos de los Apóstoles 16, 22-34) y, explicando de que se trata del pasaje final de una historia más amplia, resumió toda la evolución. Es un momento importante de la predicación de Pablo y Silas que, llegados a la ciudad de Filipos, encuentran «una esclava que practicaba la adivinación» y que gracias a su actividad hacía ganar mucho a sus amos. Esta mujer, al ver a los dos que «iban a rezar», comenzó a gritar: «¡Estos son siervos de Dios!». Aparentemente, hizo notar el Papa, se trataba de una «alabanza». Pero, sus palabras, repetidas «todos los días» tuvieron una consecuencia. Se lee en los Hechos que «un día Pablo se cansó». El apóstol, explicó el Pontífice, «tenía el espíritu de discernimiento y sabía que esta mujer estaba poseída del mal espíritu», por eso «se dirigió a ella» y «expulsó al espíritu malo». La inmediata consecuencia fue que «esta señora, esta esclava ya no puedo adivinar y sus amos viendo desvanecerse sus ganancias —ganaban mucho— tomaron a Pablo y Silas y les llevaron ante las autoridades». Empezó así una serie de acusaciones.

Y precisamente en este punto se inserta el pasaje propuesto por la liturgia del día en la cual se lee que «los pretores les hicieron arrancar los vestidos y mandaron azotarles con varas. Después de haberles dado muchos azotes, los echaron a la cárcel y mandaron al carcelero que los guardase con todo cuidado. Éste, al recibir tal orden, los metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en el cepo». Pero a este punto, dijo el Papa, «intervino Dios» y así, mientras «hacia media noche Pablo y Silas cantaban, alababan a Dios y los otros prisioneros escuchaban», llega un «fuerte terremoto y se abren todas las puertas». Y frente a un evento tan excepcional, el carcelero, temiendo la fuga de los reclusos, quería matarse porque «la ley de aquel tiempo» preveía que cuando los prisioneros escapan se juzgaba al custodio.

Entonces «Pablo gritó: “No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí”. Y ese no entendió: “Pero ¿cómo sucede esto? ¿Estos delincuentes en vez de aprovechar la oportunidad de escapar están aquí?”. El carcelero, dándose cuenta que había sucedido «algo extraño y que era algún signo de Dios, tanto el temblor como las puertas abiertas y que ninguno de ellos había escapado», se precipitó dentro «y temblando cayó a los pies de Pablo y Silas y después les llevó fuera y dijo: “señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?”». Evidentemente, señaló Francisco, era «un hombre al que el Espíritu había tocado el corazón». La respuesta de los dos fue: «“Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”. Y proclamaron la Palabra del Señor a él y a todos los de su casa. Él los tomó consigo a esa hora de la noche, les lavó las heridas y enseguida fue bautizado, él con todos los suyos; después les hizo subir a casa, preparó la mesa y se llenó de alegría”; festejaron esta gracia». Se trata, dijo el Papa concluyendo la narración, de «una bonita historia que nos hace pensar».

De aquí partió la reflexión que sobre todo destacó cómo en la situación se encuentra un «pasaje». Se inicia, de hecho, con «un estado de predicación tranquila porque Pablo y Silas tenían que estar contentos porque esta esclava que tenía tanta autoridad, esta maga, esta adivinadora, dijera que ellos eran hombres de Dios». El hecho es que esa «no era la verdad». Y «¿por qué?», se preguntó el Pontífice. «Porque Pablo —fue la respuesta— movido por el Espíritu, entendió que esa no era la Iglesia de Cristo, que ese no era el camino de la conversión de esa ciudad, porque todo permanecía tranquilo, no había conversiones. Sí, todos aceptaban la doctrina: “Qué bonito, qué bonito, estamos todos bien”».

Una situación, subrayó el Papa, que «se repite» más veces «en la historia de la salvación»: de hecho, «cuando el Pueblo de Dios estaba tranquilo o servía a la mundanidad, no digo a los ídolos, no, a la mundanidad y estaba en la mediocridad», el Señor «enviaba a los profetas». Es más: «a los profetas les sucedió lo mismo que a Pablo: eran perseguidos, golpeados, ¿por qué? Porque incomodaban».

Algo hecho igualmente por Pablo, «hombre de discernimiento», comprendiendo que el espíritu que poseía la magia, «era un espíritu de mediocridad, que hacía tibia a la Iglesia», entendió el engaño y expulso al espíritu malo. Y la verdad se supo».

Es una dinámica, dijo el Pontífice, que sucede todavía hoy en la Iglesia: «cuando alguno denuncia tantos modos de mundanidad es mirado con malos ojos, esto no va, mejor que se aleje». Y añadió: «yo recuerdo en mi tierra, muchos, muchos hombres y mujeres, consagrados buenos, no ideológicos, pero que decían: “No, la Iglesia de Jesús es así...”», de aquellos dijeron: «¡Este es comunistas, fuera!”, y les echaban, les perseguían. Pensemos en el beato Romero». Y esto sucedió a «muchos, muchos en la historia de la Iglesia, también aquí en Europa». La explicación se encuentra en el hecho de que «el mal espíritu prefiere una Iglesia tranquila sin riesgos, una Iglesia de negocios, una Iglesia cómoda, en la comodidad de la mediocridad, tibia».

Para comprender mejor este razonamiento, el Papa recordó dos palabras que se encuentran en el pasaje de la Escritura tomado en consideración, una «al inicio de la historia» y otra «al final». Si se lee con atención, de hecho, se ve que «los amos de este señora, esclava, adivinadora, se enfadaron porque habían dejado de ganar dinero». Esta es la palabra: «dinero».

De hecho, «el mal espíritu siempre entra por el bolsillo» y, sugirió el Pontífice «cuando la Iglesia es tibia, tranquila, toda organizada, no hay problemas, mirad dónde están los negocios, enseguida». Hay después otra palabra que surge al final de la narración: «alegría». De hecho se lee que el carcelero, después de haber sido bautizado, «preparó la mesa y se alegró con toda su familia por haber creído en Dios». Así está claro, dijo Francisco, «el camino de nuestra conversión cotidiana: pasar de un estado de vida mundano, tranquilo sin riesgos, católico, sí, sí, pero así, tibio, a un estado de vida del verdadero anuncio de Jesús, a la alegría del anuncio de Cristo. Pasar de una religiosidad que mira demasiado a los beneficios, a la fe y a la proclamación: “Jesús es el Señor”». Y esto, añadió, «es el milagro que hace el Espíritu Santo».

Por eso el Papa sugirió a los presentes releer el capítulo 16 de los Hechos de los Apóstoles, para comprender mejor «este recorrido» y cómo «el Señor con sus testigos, con sus mártires, hace ir adelante a la Iglesia». Nos daremos cuenta que «una Iglesia sin mártires da desconfianza; una Iglesia que no corre el riesgo da desconfianza; una Iglesia que tiene miedo de anunciar a Jesucristo y expulsar los demonios, los ídolos, al otro señor, que es el dinero, no es la Iglesia de Jesús».

Concluyendo la meditación, Francisco recordó cómo en la liturgia del día hay una oración en la que se da gracias «al Señor por la renovada juventud que nos da con Jesús». También la Iglesia de Filipos, dijo, «fue renovada y se convirtió en una Iglesia joven».

Por tanto, debemos rezar para que «todos nosotros tengamos esto: una renovada juventud, una conversión de la forma de vivir tibios al anuncio alegre de que Jesús es el Señor».

 



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