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VISITA PASTORAL DEL SANTO PADRE FRANCESCO
A PRATO Y FLORENCIA

(10 DE NOVIEMBRE DE 2015)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Estadio municipal Artemio Franchi, Florencia
Martes 10 de noviembre de 2015

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En el Evangelio de hoy Jesús plantea dos preguntas a sus discípulos. La primera: «La gente, ¿quién dice que es el Hijo del hombre?» (Mt 16, 13) es una pregunta que demuestra en qué medida el corazón y la mirada de Jesús están abiertos a todos. A Jesús le interesa lo que piensa la gente no para complacerla, sino para poder entrar en comunicación en ella. Sin saber lo que la gente piensa, el discípulo se aísla y empieza a juzgar a la gente según sus pensamientos y convicciones. Mantener un sano contacto con la realidad, con lo que la gente vive, con sus lágrimas y sus alegrías, es la única forma de poder ayudarle, de poder formarla y comunicar con ella. Es el único modo de hablar al corazón de las personas tocando su experiencia cotidiana: el trabajo, la familia, los problemas de salud, el tráfico, la escuela, los servicios sanitarios, etc... Es el único modo de abrir su corazón a la escucha de Dios. En realidad, cuando Dios quiso hablar con nosotros se encarnó. Los discípulos de Jesús nunca deben olvidar de dónde fueron elegidos, es decir de entre la gente, y nunca deben caer en la tentación de asumir actitudes distantes, como si lo que la gente piensa y vive no les afectase y no fuese importante para ellos.

Esto es válido también para nosotros. Y el hecho de que hoy nos hayamos reunido para celebrar la santa misa en un estadio deportivo nos lo recuerda. La Iglesia, como Jesús, vive en medio de la gente y para la gente. Por ello la Iglesia, en toda su historia, siempre ha llevado con ella la misma pregunta: ¿quién es Jesús para los hombres y las mujeres de hoy?

También el santo Papa León Magno, originario de la región de Toscana, de quien hoy celebramos la memoria, llevaba en su corazón esta pregunta, esta inquietud apostólica de que todos pudiesen conocer a Jesús, y conocerlo por lo que verdaderamente es, no una imagen suya distorsionada por las filosofías o las ideologías de la época.

Por esto es necesario madurar una fe personal en Él. Y he aquí, entonces, la segunda pregunta que Jesús plantea a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). Pregunta que resuena aún hoy en nuestra conciencia, la de sus discípulos, y es decisiva para nuestra identidad y nuestra misión. Sólo si reconocemos a Jesús en su verdad, seremos capaces de mirar la verdad de nuestra condición humana, y podremos dar nuestra aportación para la plena humanización de la sociedad.

Custodiar y anunciar la recta fe en Jesucristo es el corazón de nuestra identidad cristiana, porque al reconocer el misterio del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros podremos penetrar en el misterio de Dios y en el misterio del hombre.

A la pregunta de Jesús responde Simón: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta respuesta encierra toda la misión de Pedro y resume lo que llegaría a ser para la Iglesia el ministerio petrino, es decir custodiar y proclamar la verdad de la fe; defender y promover la comunión entre todas las Iglesias; conservar la disciplina de la Iglesia. El Papa León fue y sigue siendo, en esta misión, un modelo ejemplar, tanto por sus luminosas enseñanzas como por sus gestos llenos de mansedumbre, de la compasión y la fuerza de Dios.

También hoy, queridos hermanos y hermanas, nuestra alegría es compartir esta fe y responder juntos al Señor Jesús: «Tú eres para nosotros el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Nuestra alegría también es ir a contracorriente e ir más allá de la opinión corriente, que, como entonces, no logra ver en Jesús más que a un profeta o un maestro. Nuestra alegría es reconocer en Él la presencia de Dios, el enviado del Padre, el Hijo que vino para ser instrumento de salvación para la humanidad. Esta profesión de fe proclamada por Simón Pedro es también para nosotros. La misma no representa sólo el fundamento de nuestra salvación, sino también el camino a través del cual ella se realiza y la meta a la cual tiende.

En la raíz del misterio de la salvación está, en efecto, la voluntad de un Dios misericordioso, que no se quiere rendir ante la incomprensión, la culpa y la miseria del hombre, sino que se dona a él hasta llegar a ser Él mismo hombre para ir al encuentro de cada persona en su condición concreta. Este amor misericordioso de Dios es lo que Simón Pedro reconoce en el rostro de Jesús. El mismo rostro que nosotros estamos llamados a reconocer en las formas en las que el Señor nos ha asegurado su presencia en medio de nosotros: en su Palabra, que ilumina las oscuridades de nuestra mente y de nuestro corazón; en sus Sacramentos, que, de cada una de nuestras muertes, nos vuelven a engendrar a una vida nueva; en la comunión fraterna, que el Espíritu Santo da vida entre sus discípulos; en el amor sin límites, que se hace servicio generoso y atento hacia todos; en el pobre, que nos recuerda cómo Jesús quiso que su suprema revelación de sí y del Padre tuviese la imagen del humillado y crucificado.

Esta verdad de la fe es una verdad que escandaliza, porque pide creer en Jesús, quien, incluso siendo Dios, se anonadó, se abajó a la condición de siervo, hasta la muerte en la cruz, y por esto Dios lo hizo Señor del universo (cf. Flp 2, 6-11). Es la verdad que aún hoy escandaliza a quien no tolera el misterio de Dios impreso en el rostro de Cristo. Es la verdad que no podemos rozar y abrazar sin entrar, como dice san Pablo, en el misterio de Jesucristo, y sin hacer nuestros sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 5). Sólo a partir del Corazón de Cristo podemos comprender, profesar y vivir su verdad.

En realidad, la comunión entre divino y humano, realizada plenamente en Jesús, es nuestra meta, el punto de llegada de la historia humana según el designio del Padre. Es la dicha del encuentro entre nuestra debilidad y Su grandeza, entre nuestra pequeñez y Su misericordia que colmará cada uno de nuestros límites. Pero esa meta no es sólo el horizonte que ilumina nuestro camino sino que es lo que nos atrae con su fuerza suave; es lo que se comienza a pregustar y vivir aquí y se construye día a día con todo tipo de bien que sembramos a nuestro alrededor. Son estas las semillas que contribuyen en la creación de una humanidad nueva, renovada, donde nadie es dejado de lado o descartado; donde quien sirve es el más grande; donde los pequeños y los pobres son acogidos y ayudados.

Dios y el hombre no son dos extremos de una oposición: ellos se buscan desde siempre, porque Dios reconoce en el hombre su imagen y el hombre se reconoce sólo mirando a Dios. Esta es la verdadera sabiduría, que el Libro del Sirácida indica como característica de quien sigue al Señor. Es la sabiduría de san León Magno, fruto de la convergencia de viarios elementos: palabra, inteligencia, oración, enseñanza, memoria. Pero san León nos recuerda también que sólo puede existir verdadera sabiduría en la unión con Cristo y en el servicio a la Iglesia. Es este el camino en el que nos cruzamos con la humanidad y donde podemos encontrarla con el espíritu del buen samaritano. No sin motivo el humanismo, del cual Florencia fue testigo en sus momentos más creativos, tuvo siempre el rostro de la caridad. Que esta herencia sea fecunda con un nuevo humanismo para esta ciudad y para toda Italia.

* * *

Quiero agradeceros esta cálida acogida, durante toda la jornada. Doy las gracias al señor cardenal arzobispo, a los cardenales y obispos de la Conferencia episcopal italiana, con su presidente. Todo lo que habéis hecho hoy por mí, es un testimonio. Un agradecimiento para cada uno de vosotros.

Pero especialmente quiero decir gracias a los detenidos, que hicieron este altar, al que hoy vino Jesús. Gracias por haber hecho esto para Jesús.

 



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