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ORDENACIÓN EPISCOPAL
DE MONS. PETER BRIAN WELLS Y MONS. MIGUEL ÁNGEL AYUSO GUIXOT

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Sábado 19 de marzo de 2016

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Hermanos e hijos queridos:

Nos hará bien reflexionar atentamente a qué alta responsabilidad eclesial son promovidos estos hermanos nuestros.

Nuestro Señor Jesucristo, enviado por el Padre para redimir a los hombres, envió, a su vez en el mundo, a los doce apóstoles, para que, llenos de la potencia del Espíritu Santo, anunciaran el Evangelio a todos los pueblos, y reuniéndolos bajo un único pastor, los santificaran y los guiaran a la salvación.

Con el fin de perpetuar de generación en generación este ministerio apostólico, los Doce eligieron colaboradores a los que, por la imposición de las manos, les transmitieron el don del Espíritu que habían recibido de Cristo, confiriéndoles el sacramento del Orden. De este modo, a través de la sucesión ininterrumpida de los obispos en la tradición viva de la Iglesia se ha conservado este ministerio primario y la obra del Salvador continúa y crece hasta nuestros días. En el obispo, rodeado de sus presbíteros, está presente entre vosotros el mismo Señor nuestro Jesucristo, sumo sacerdote para la eternidad.

Es Cristo, de hecho, el que en el ministerio del obispo continúa predicando el Evangelio de la salvación y santificando a los creyentes, a través de los sacramentos de la fe. Es Cristo el que, en la paternidad del obispo, añade nuevos miembros a su cuerpo, que es la Iglesia. Es Cristo el que, en la sabiduría y la prudencia del obispo, guía al pueblo de Dios en la peregrinación terrena hacia la felicidad eterna. Cristo que predica, Cristo que hace la Iglesia, fecunda la Iglesia, Cristo que guía: esto es el obispo.

Acoged, por tanto, con alegría y gratitud a estos hermanos nuestros que nosotros los obispos, con la imposición de las manos, hoy asociamos al colegio episcopal. Rendidles el honor que se debe a los ministros de Cristo y a los dispensadores de los misterios de Dios, a quienes se les confía el testimonio del Evangelio y el ministerio del Espíritu para la santificación. Recordad las palabras de Jesús a los Apóstoles: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia, y quien me desprecia a mí, desprecia a Aquel que me ha enviado».

En cuanto a vosotros, queridos hermanos, elegidos por el Señor, considerad que habéis sido escogidos entre los hombres y para los hombres, para servirles en las cosas de Dios. De hecho, el «Episcopado» es el nombre de un servicio, no de un honor. Porque al obispo le compete más servir que dominar, según el mandamiento del Maestro: «El que es mayor entre vosotros debe hacerse el más pequeño. Y quien gobierna, como el que sirve». Sed servidores. De todos: de los más grandes y de los más pequeños. De todos. Pero siempre servidores, al servicio.

Proclamad la Palabra en toda ocasión: a tiempo y a destiempo. Advertid, reprended, exhortad con toda magnanimidad y doctrina. Y mediante la oración y el ofrecimiento del sacrificio por vuestro pueblo, alcanzaréis de la plenitud de la santidad de Cristo la multiforme riqueza de la gracia divina.

No os olvidéis que la primera tarea del obispo es la oración. Esto lo dijo Pedro, el día de la elección de los siete diáconos. La segunda tarea, el anuncio de la Palabra. Luego viene lo demás. Pero lo primero es la oración. Si un obispo no reza, no podrá hacer nada.

Sed fieles custodios y dispensadores de los misterios de Cristo en la Iglesia que os ha sido confiada. Puestos por el Padre al frente de su familia, seguid siempre el ejemplo del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas: detrás de cada carta hay una persona. Detrás de cada misiva que vosotros recibáis, hay una persona. Que esa persona sea conocida por vosotros y que vosotros seáis capaces de conocerla.

Amad con amor de padre y de hermano a todos los que Dios os confía. Especialmente a los presbíteros y diáconos. Da pena cuando escuchamos que un presbítero dice que ha pedido hablar con su obispo y la secretaria o el secretario le ha dicho: «Tiene muchas cosas que hacer, hasta dentro de tres meses no te podrá recibir». El primer prójimo del obispo es su presbítero, su primer prójimo. Si tú no amas al primer prójimo, no serás capaz de amar a todos. Cercanos a los presbíteros, a los diáconos, a vuestros colaboradores en el ministerio; cercanos a los pobres, a los indefensos, a los que tienen necesidad de ser acogidos y ayudados. ¡Mirad a los fieles a los ojos! No de lado, a los ojos, para ver el corazón. Y que ese fiel tuyo, sea presbítero, diácono o laico, pueda ver tu corazón. Pero mirar siempre a los ojos.

Prestad gran atención a quienes no pertenecen al único redil de Cristo, porque ellos también os han sido encomendados en el Señor.

No os olvidéis que en la Iglesia católica, reunida en el vínculo de la caridad, estáis unidos al Colegio de los obispos y debéis llevar en vosotros la diligencia de todas las Iglesias, socorriendo generosamente a las más necesitadas de ayuda.

Y velad con amor por todo el rebaño, a cuyo servicio os pone el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios. Y esto hacedlo en el nombre del Padre, cuya imagen representáis; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el cual sois constituidos maestros, sacerdotes y pastores. En el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia y con su poder sostiene nuestra debilidad.

Que el Señor os acompañe, os esté cerca en este camino que hoy comenzáis.



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