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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA PRESIDENCIA DE LA FEDERACIÓN LUTERANA MUNDIAL

Jueves, 7 de diciembre de 2017

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Querido hermano, querido arzobispo Musa:

Le saludo cordialmente junto con el Dr. Junge, Secretario general, con los vicepresidentes y los delegados de la Federación Luterana Mundial, y al mismo tiempo le agradezco sus amables palabras, y me congratulo con usted por su reciente nombramiento como presidente.

Hoy podemos recordar juntos como enseña la Escritura, lo que el Señor ha obrado entre nosotros (Salmo 77, 12-13). El recuerdo va, en particular, a los momentos que han marcado ecuménicamente el Año de la Conmemoración de la Reforma recién concluido. Me gusta recordar especialmente el 31 de octubre de 2016, cuando rezamos en Lund, donde se instituyó la Federación Luterana Mundial. Era importante encontrarse ante todo en oración, porque no de proyectos humanos, sino de la gracia de Dios, brota y florece el don de la unidad entre los creyentes. Solo rezando podemos sostenernos unos a otros. La oración purifica, fortalece, ilumina el camino, hace proseguir. La oración es como el combustible de nuestro viaje hacia la unidad plena. De hecho, el amor del Señor, al que recurrimos mediante la oración, pone en movimiento el amor que nos acerca: de ahí la paciencia de nuestra espera, la razón de nuestra reconciliación, la fuerza para avanzar juntos. A partir de la oración, que es «alma» de la renovación ecuménica y de la aspiración a la unidad; el diálogo «sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza» (cf. Cart. Encic. Ut unum sint, 28).

Cada vez que rezamos podemos vernos unos a otros en la perspectiva adecuada, la del Padre, cuya mirada se posa en nosotros amorosamente, sin preferencias ni distinciones. Y en el Espíritu de Jesús, en quien oramos, nos reconocemos como hermanos. Este es el punto desde el cual comenzar y recomenzar siempre. Desde allí miramos también a la historia pasada y damos gracias a Dios porque las divisiones, aunque muy dolorosas, que nos han visto distantes y opuestos durante siglos, en las últimas décadas han confluido en un camino de comunión, en el camino ecuménico suscitado por el Espíritu Santo. Nos ha llevado a abandonar los viejos prejuicios, como aquellos sobre Martín Lutero y sobre la situación de la Iglesia católica en ese momento. El diálogo entre la Federación Luterana Mundial y el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, llevado adelante desde 1967, ha contribuido en gran medida a esto; un diálogo para recordar con gratitud hoy, cincuenta años después, reconociendo también algunos textos particularmente importantes, como la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación y, por último, el documento Del conflicto a la comunión.

Con la memoria purificada, hoy podemos mirar con confianza hacia un futuro que no está cargado con los contrastes y las preconcepciones del pasado; un futuro en el que pesa la única deuda de amor mutuo (Romanos 13, 8); un futuro en el que estamos llamados a discernir los dones que provienen de las diferentes tradiciones confesionales y acogerlos como patrimonio común. Antes de las oposiciones, de las diferencias y de las heridas del pasado, existe, efectivamente, la realidad presente, común, fundacional y permanente de nuestro Bautismo. Nos ha hecho hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Por lo tanto, nunca más podremos permitirnos ser adversarios o rivales. Y si el pasado no puede cambiarse, el futuro nos interpela: no podemos retirarnos ahora de buscar y promover una comunión mayor en el amor y en la fe.

También estamos llamados a estar atentos a la tentación de detenernos en el camino. En la vida espiritual, como en la vida de la Iglesia, cuando nos detenemos, retrocedemos: conformarnos, detenernos por miedo, pereza, cansancio o conveniencia mientras se camina hacia el Señor con nuestros hermanos, es declinar su invitación. Y para avanzar juntos hacia Él no son suficientes las buenas ideas, sino que es necesario dar pasos concretos y tender la mano. Sobre todo, significa entregarnos a la caridad, mirando a los pobres, a los hermanos menores del Señor (Mateo 25, 40): son nuestros preciosos indicadores a lo largo del camino. Nos hará bien tocar sus heridas con la fuerza sanadora de la presencia de Jesús y con el bálsamo de nuestro servicio.

Con este estilo simple, ejemplar y radical, estamos llamados, particularmente hoy, a proclamar el Evangelio, la prioridad de ser cristianos en el mundo. La unidad reconciliada entre los cristianos es parte indispensable de ese anuncio: «¿Cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos?» (Ut unum sintt, 98). En el camino nos empujan los ejemplos de quienes sufrieron por el nombre de Jesús y ya se han reconciliado por completo en la victoria de Pascua. Todavía hay muchos, en nuestros días, que sufren por el testimonio de Jesús: su heroísmo manso y pacífico es para nosotros una llamada urgente a una fraternidad cada vez más real.

Querido hermano, invoco cordialmente todas las bendiciones de Dios sobre usted y pido al Espíritu Santo, que une lo que está dividido, que derrame sobre nosotros su sabiduría apacible y valiente.

Y os pido a cada uno de vosotros que, por favor, recéis por mí.

Gracias.

 



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