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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LAS
PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LAS PÍAS DISCÍPULAS DEL DIVINO MAESTRO*

Sala del Consistorio
Lunes 22 de mayo de 2017

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Queridas hermanas:

Doy la bienvenida a todas y saludo cordialmente a la nueva Superiora General y a las nuevas consejeras. Espero que un tiempo importante como lo es el del Capítulo General aporte abundantes frutos en la vida de vuestro instituto.

Frutos, en primer lugar, de comunión. Abiertas al Espíritu Santo, el Maestro de la diversidad, Maestro de la unidad en las diferencias, caminaréis en una comunión entre vosotras que respete la pluralidad, que os empuje a tejer sin descanso la unidad en las legítimas diferencias, teniendo en cuenta también el hecho de que estáis presentes en diferentes países y culturas. «¿Cómo permitir a cada uno expresarse, ser aceptado con sus dones específicos, ser plenamente corresponsable?» (Carta. Ap. A todos los consagrados, 21 de noviembre de 2014, II, 3). Cultivando la atención y la aceptación mutua; practicando la corrección fraterna y el respeto por las hermanas más débiles; creciendo en el espíritu de la convivencia; desterrando de las comunidades las divisiones, las envidias, los cotilleos; diciendo las cosas de forma abierta y con caridad. Sí, y se puede vivir así. Todas las cosas que he dicho antes destruyen, destruyen a la Congregación.

Frutos de comunión con vuestros hermanos y hermanas de la Familia Paulina. Tenéis en común al padre y fundador, don Giacomo Alberione, y también la misión de llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo el Evangelio, sobre todo, en vuestro caso, a través del servicio litúrgico y el cuidado de los sacerdotes. Es muy bonito.

Frutos de comunión con los otros carismas. Es el momento de la sinergia de todos los consagrados para acoger las riquezas de los demás carismas y ponerlas todas al servicio, de la evangelización permaneciendo fieles a la propia identidad. «Nadie construye el futuro aislándose, ni sólo con sus propias fuerzas» (ibíd.). Para ello os invito a cultivar el diálogo y la comunión con los otros carismas, y a combatir en todas las formas la auto-referencia. Es muy feo cuando un consagrado o una consagrada es autorreferente, que está siempre mirándose al espejo. Es muy feo.

Frutos de comunión, por último, con los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nuestro Dios es el Dios de la historia y nuestra fe es una fe que actúa en la historia. En los interrogantes y las expectativas de los hombres y mujeres de hoy encontramos indicaciones importantes para nuestra secuela de Cristo.

El Capítulo es tiempo de escucha del Señor que nos habla a través de los signos de los tiempos, tiempo de escucha mutua y, por tanto, de apertura a lo que el Señor nos comunica a través de los hermanos; tiempo de confrontación serena y sin prejuicios entre nuestros proyectos y los de los demás. Todo esto requiere la apertura de la mente y del corazón. En este sentido, el Capítulo es un tiempo propicio para ejercitar el espíritu del éxodo y de la hospitalidad : salir de sí mismo para acoger con alegría la parte de la verdad que el otro me comunica y caminar juntos hacia la verdad plena, la única que nos hace libres (cf. Jn 8,32).

Escuchar a las hermanas. Creo que uno de los apostolados más importantes hoy es el apostolado del oído: escuchar. Escuchar a las hermanas, así como a los hombres y mujeres de hoy en día, y compartir con ellas; estas actitudes son necesarias para un buen Capítulo y para una sana vida fraterna en comunidad, en cuyo crecimiento todos se sienten involucrados, todos dan y todos reciben. No os canséis de ejercitaros constantemente en el arte de la escucha y del compartir. En este tiempo de grandes desafíos, que requieren de los consagrados fidelidad creativa y búsqueda apasionada, la escucha y el compartir son más necesarios que nunca si queremos que nuestra vida sea plenamente significativa para nosotros y para las personas que encontramos.

Para este propósito, es necesario mantener un clima de discernimiento, para reconocer lo que pertenece al Espíritu y lo que es contrario a él. Frente a nosotros se abre un mundo de posibilidades. La cultura en la que estamos inmersos nos presenta todas como válidas y todas como buenas, pero si no queremos ser víctimas de la cultura del zapping y, a veces, de una cultura de muerte, necesitamos incrementar el habitus del discernimiento, formarnos y formar al discernimiento. No os canséis de pedir, personal y comunitariamente, "Señor, ¿qué quieres que haga?", "¿Qué quieres que hagamos?".

El Capítulo también es el momento de renovar la docilidad al Espíritu que anima la profecía. Esta es un valor esencial para la vida consagrada, porque es una forma especial de participación en la misión profética de Cristo. Esto significa ser audaces y humildes al mismo tiempo, apasionados de Dios y de la humanidad, para hacerse portavoz de Dios contra el mal y contra todo pecado (cf. Vita consecrata, 84).

Como consagradas vivís, en primer lugar, la profecía de la alegría. Esta ocupa el primer lugar. En primer lugar está la profecía de la alegría: la alegría del Evangelio. Es una profecía. El mundo hoy la necesita: esa alegría que nace del encuentro con Cristo en una vida de oración personal y comunitaria, en la escucha diaria de la Palabra, en el encuentro con los hermanos y hermanas, en una grata vida fraterna en comunidad, inclusiva de la fragilidad, y en el abrazo de la carne de Cristo en los pobres. Profetas de una alegría que proviene de sentirse amado y, porque amados, perdonados.

La alegría es una hermosa realidad en la vida de muchos consagrados, pero también es un gran desafío para todos nosotros. ¡Una secuela triste es una triste secuela! Y la alegría auténtica, no autorreferente o auto-complaciente es el testimonio más creíble de una vida plena (cf. Jn 10,10), porque en ella «se trasparenta la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo» (Cart. Ap . A todos los consagrados, 21 de noviembre de 2014, II, 1).

Al mismo tiempo, esta alegría que llena vuestros corazones y se manifiesta en vuestros rostros os llevará a salir a las periferias participando en la alegría de la Iglesia que es la evangelización, Pero para ello debe ser una alegría verdadera, no una alegría disfrazada. No disfracéis la alegría. La evangelización cuando se está convencido de que Jesús es la Buena Nueva, es alegría y felicidad para todos. Esta alegría aleja de nosotros el cáncer de la resignación, fruto de la pereza que vuelve árida el alma. Por favor, ¡nada de monjas resignadas! Alegría. Pero el diablo dirá: “Somos pocas, no hay vocaciones…” Y así la cara se pone larga, larga, larga... y se pierde la alegría, y acabamos con esa resignación. No, no se puede vivir así: la esperanza de Jesucristo es alegría.

También os animo a ser profetas de esperanza, con los ojos fijos en el futuro, allí donde el Espíritu empuja, para continuar a hacer grandes cosas con vosotros (cf. Vita consecrata, 110). San Hilario de Poitiers, en su Comentario sobre los Salmos (118, 15, 7), se hizo eco de una pregunta que muchos planteaban y todavía plantean a los cristianos de hoy: «¿Dónde está, oh cristianos, vuestra esperanza». Como consagrados sabemos que no podemos hacer oídos sordos a esa pregunta. Como todos los discípulos de Jesús, sabemos que la esperanza para nosotros es una responsabilidad, porque hemos sido llamados a responder a cualquier persona que nos pida razones (cf. 1 P 3,15). La esperanza que no defrauda no se basa en los números o en las obras, sino en Aquel para quien nada es imposible (cf. Lc 1,37).

San Agustín dice que «solo la esperanza nos hace propiamente cristianos» (La Ciudad de Dios, 6, 9, 5). Y en otra obra afirma: «Nuestra vida ahora es esperanza, después será eternidad» (Comentario a los Salmos, 103, 4, 17). Solamente la esperanza nos permite recorrer el camino de la vida, solo ella nos hace capaces de futuro. Jesucristo es nuestra esperanza (cf. 1 Tim 1,1): En Él hemos puesto nuestra fe (cf. 2 Tim 1:12), y con el Espíritu Santo podemos ser profetas de esperanza. Con esta confianza y esta fortaleza os repito: no os unáis a los profetas de desventura, que hacen tanto daño a la Iglesia y a la vida consagrada; no cedáis a la tentación del adormecimiento —como los apóstoles en Getsemaní— y de la desesperación. Fortaleced vuestra vocación de «centinelas de la mañana» (Is 21.11 a 12) con el fin de anunciar a los demás la llegada del amanecer. ¡Despertad al mundo, iluminad el futuro! Siempre con la sonrisa, con la alegría, con la esperanza

Gracias, por lo que sois, por lo que hacéis y por cómo lo hacéis, incluso aquí en la Ciudad del Vaticano. ¡Muchas gracias! María nuestra Madre os proteja con su mirada, y el Señor os bendiga, os muestre su Rostro, os conceda paz y misericordia.

Por favor, rezad por mí.


* Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede

 



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