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VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO
A CESENA EN EL TERCER CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE PÍO VI
Y A BOLONIA PARA LA CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO DIOCESANO

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS, SEMINARISTAS DEL SEMINARIO REGIONAL Y DIÁCONOS PERMANENTES

PALABRAS DEL SANTO PADRE

Catedral de San Pedro (Bolonia)
Domingo 1 de octubre de 2017

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Santo Padre responde, improvisando, a dos preguntas

Papa Francisco

Buenas tardes.

Os agradezco vuestra presencia; para mí es un consuelo estar con los consagrados, con los sacerdotes, los diáconos, con los que sacan adelante —en parte, también están los laicos, pero en su mayor parte— el apostolado de la Iglesia, y con los religiosos porque ellos son los que intentan darnos el testimonio de la anti mundanidad. Muchas gracias. He elegido como método, para ser más espontáneo, que vosotros hagáis preguntas y yo responda. He recibido muchos proyectos de preguntas, pero son dos las que se formularán.

Sacerdote:

Santo Padre, estoy aquí para proponer una de las preguntas, de las muchas que le han llegado de los sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas. Jesús envió a sus apóstoles de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él debía ir (cf. Lc 10,1). ¿Cómo puede expresarse, cómo puede crecer esta necesidad evangélica de la fraternidad en nuestras vidas como sacerdotes? Gracias.

Papa Francisco:

El centro de la pregunta es la fraternidad en la vida de los sacerdotes. Esta fraternidad se expresa en el presbiterio. Vamos más allá. A veces, bromeando entre religiosos y sacerdotes diocesanos, los diocesanos dicen: “Yo soy de la orden que fundó San Pedro” —es decir, de la verdadera orden—, “a vosotros os ha fundado, tal santo o tal beato...”. Es así, ¿no? Pero, ¿cuál es el centro, cuál es realmente el núcleo de la espiritualidad de la vida del sacerdote diocesano? La diocesanidad. No podemos juzgar la vida de un sacerdote diocesano sin preguntarnos cómo vive la diocesanidad. Y la diocesanidad es una experiencia de pertenencia: tú perteneces a un cuerpo que es la diócesis. Esto significa que no eres un “líbero”, como en el fútbol, ​​no eres un líbero; en el fútbol amateur los hay. No, no eres uno líbero. Eres un hombre que pertenece a un cuerpo, que es la diócesis, a la espiritualidad y la diocesanidad de ese cuerpo; y así es también el consejo presbiteral, el cuerpo presbiteral. Creo que se nos olvida muy a menudo, porque sin cultivar este espíritu de diocesanidad, nos volvemos demasiado “individuales”, demasiado solos y corremos el peligro de volvernos estériles o con algún—digámoslo con delicadeza— nerviosismo; algo nerviosos, por no decir neuróticos, y también algo “solterones”. Es el sacerdote solo, el que no tiene esa relación con el cuerpo presbiteral . “¡Vae soli!”, decían los Padres del desierto (ver Eclesiastés 4,10 Vg.), “¡Ay de los que están solos”, porque acabarán mal. Y por eso es importante cultivar, aumentar el sentido de la diocesanidad, que también tiene una dimensión de sinodalidad con el obispo. Ese cuerpo tiene una fuerza especial, y ese cuerpo siempre debe avanzar con transparencia. El compromiso de la transparencia, pero también la virtud de la transparencia. La transparencia cristiana la vivía Pablo es decir, el coraje de hablar, de decir todo. Pablo siempre iba adelante con este coraje, usaba la palabra “parresia”, ir adelante.. Y hacen falta este coraje de hablar y también este coraje de la paciencia, de soportar, de llevar sobre, en los hombros: la hypomenein, la hypomoné . Las dos virtudes que Pablo empleaba para describir al hombre de la Iglesia. Y este coraje para hablar y este coraje de paciencia son necesarios para vivir la diocesanidad . El coraje para hablar. “Pero no, es mejor no hablar...”. Recuerdo cuando era estudiante de filosofía, un viejo jesuita, astuto, bueno, pero algo astuto, me aconsejó: “Si quieres sobrevivir en la vida religiosa, piensa siempre claro, pero habla siempre oscuro”. Es una forma de hipocresía clerical, digamos. “No, yo no pienso así, pero está el obispo o el vicario o ese otro ... mejor callarse ... y luego 'lo arreglo' con mis amigos”. Esto es una falta de libertad. Si un sacerdote no tiene libertad de pan-rein, de parresia, no vive bien la diocesanidad; no es libre, y vivir la diocesanidad requiere libertad. Y luego la otra virtud es soportar. Soportar al obispo, siempre. Todos los obispos tenemos nuestras faltas; todos, cada uno de nosotros tiene sus defectos... Soportar al obispo. Soportar a los hermanos: no me gusta lo que dice ese... mira aquel, mira ese... Es interesante: el que no tiene la libertad de hablar, el valor de hablar delante de todos, tiene la actitud “baja” de hablar mal a escondidas . No tiene paciencia para soportar en silencio, no tiene paciencia de llevar encima en silencio. Y tenemos que hacer todo lo posible para tener la virtud de decir las cosas a la cara, con prudencia, pero decirlas. Es verdad, si no estoy de acuerdo con un hermano durante la reunión, no tengo que decirle “eres un desgraciado”, no, sino “no estoy de acuerdo porque creo que esto y lo otro” sin insultar. Pero decir lo que pienso, libremente. Y luego, si alguien me aburre y siempre viene con lo mismo y quizás arruina una reunión ... paciencia, paciencia para soportar. En esto nos ayuda tanto Dios que en Jesucristo entró en la paciencia, es decir, nos soportó a todos.

La diocesanidad que tiene esa virtud de hablar claramente, que nos hace libres, y también la otra virtud de la paciencia.

Pero además está el pueblo de Dios, que no entra en el colegio presbiteral, pero entra en la Iglesia diocesana. Y vivir la diocesanidad es también vivirla con el pueblo de Dios. El sacerdote tiene que preguntarse: ¿Cómo es mi relación con el pueblo santo de Dios? Y hay un defecto, un defecto muy feo contra el que hay que luchar: el clericalismo. Queridos sacerdotes, somos pastores, pastores del pueblo, y no clérigos del gobierno. Pienso en aquella época, en Francia, en tiempos de las cortes, en “Monsieur l'Abbé”, el clérigo de Estado; pero sin ser un “Monsieur l'Abbé” hay tantos clérigos de Estado, que son funcionarios del sacro, pero su relación con la gente es —vaya un “chasco”— casi como la que existe entre el patrón y el obrero: “Yo soy un clérigo y tú eres un ignorante”. Sin embargo, pensadlo, nuestra clericalismo es muy fuerte, muy fuerte; y se necesita una gran conversión, continua, para ser pastores. Terminamos de leer —no sé si también en la Liturgia en italiano, porque yo sigo con el Breviario argentino— el De pastoribus [de San Agustín] en el Oficio de lecturas, y allí vemos claramente que Agustín nos muestra cómo es un pastor, pero no uno clerical; un pastor del pueblo, que no significa un populista, no: pastor del pueblo, que está cerca de la gente, porque fue enviado allí para que el pueblo creciera, para enseñar al pueblo, para santificar al pueblo, para ayudar al pueblo a encontrar a Jesucristo. En cambio, el pastor que es demasiado clerical se parece a aquellos fariseos, a aquellos doctores de la ley, a aquellos saduceos del tiempo de Jesús: sólo mi teología, mis ideas, lo que se debe hacer, lo que no se debe hacer, encerrado allí, mientras el pueblo está allá; sin dialogar nunca con la realidad de un pueblo.

Me gustó el almuerzo de hoy... no tanto porque la lasaña estuviera muy buena, sino porque estaba el pueblo de Dios, también los más pobres, y los pastores estaban allí, en medio del pueblo de Dios. El pastor debe tener una relación —y esto es sinodalidad—, una triple relación con el pueblo de Dios: ir delante, para mostrar el camino, digamos el pastor catequista, el pastor que enseña el camino; estar en medio, para conocerlos: la cercanía, el pastor está cerca, entre el pueblo de Dios; y también ir detrás, para ayudar a los rezagados y también, a veces, para dejar que el pueblo vea —porque el pueblo sabe, “olfatea”— qué camino elegir: las ovejas tienen el instinto para saber dónde hay pastizales buenos. Pero no sólo detrás, no. Moverse en los tres sitios: delate, en medio y detrás. Un buen pastor debe moverse así.

Resumo, para no olvidar. La relación de la diocesanidad, la relación entre nosotros, los sacerdotes, la relación con el obispo, con valor para hablar de todo, valor para soportarlo todo. La relación con el pueblo de Dios, sin la cual se cae en el clericalismo, uno de los pecados más fuertes —Agustín, en De pastoribus, describe muy bien el clericalismo, muy bien— y en el pueblo de Dios en estos tres sitios: delante del pueblo de Dios, como figura, como catequista, para enseñar el camino; en el medio, para conocer, para comprender cómo es el pueblo; y detrás, para ayudar a los rezagados y también para dejar algo de libertad y ver cómo es el olfato del pueblo de Dios para elegir la hierba buena.

Además, es triste cuando un pastor no tiene horizonte de pueblo, del pueblo de Dios; cuando no sabe qué hacer... Es muy triste cuando las iglesias están cerradas —algunas tienen que estar cerradas— o cuando se ve un cartel en la puerta: “De tal a tal hora” y luego no hay nadie. Las confesiones sólo en tal día a partir de tal a tal hora. Pero, ¡no es una oficina del sindicato! Es el lugar donde se adora al Señor. Pero si un creyente quiere adorar al Señor y encuentra la puerta cerrada, ¿dónde va a adorarlo? Pastores con horizonte de pueblo: esto quiere decir [preguntarse]: ¿Cómo hago para estar cerca de mi pueblo? A veces pienso en las iglesias, que están en las calles muy abarrotadas, cerradas; y a algún pastor se le ocurrió abrirlas y buscar un confesor que estuviera siempre a disposición, con la luz encendida en el confesionario. Y ese confesor no terminaba de confesar. La gente ve la puerta abierta, entra, ve la luz y va. Siempre la puerta abierta, siempre con ese servicio al pueblo de Dios. Todo esto es la diocesanidad.

Después, me gustaría hablar de dos vicios, vicios que están en todas partes —no sé, tal vez en Bolonia, gracias a Dios no los haya—, pero se ven por todas partes; no en todos, en algunos.

Uno es considerar el servicio presbiteral como una carrera eclesiástica. En las biografías de los santos —en las antiguas— se decía: “Y a esa edad sintió la llamada a la carrera eclesiástica”. Es una forma de hablar de otra época. Pero no me refiero a eso, me refiero a la actitud real de “trepa”. Es como la “peste” para el presbiterio. Hay dos “pestes” fuertes: esta es una. Los “trepas”, que tratan de abrirse camino y siempre tienen las uñas sucias, porque quieren subir. Un trepa es capaz de crear muchas discordias en el seno de un cuerpo presbiteral. Piensa en la carrera: “Ahora termino en esta parroquia y me dan otra más grande ...”. Es interesante: el trepa, cuando termina en una y el obispo le da otro no tan “alta”, “más baja”, se ofende. ¡Se ofende! “¡Pero no, me toca esa otra !” No te toca a ti, a ti te toca solamente el servicio. Las cosas hay que decirlas así, con claridad. Los trepas hacen mucho daño a la unión comunitaria del presbiterio, mucho daño, porque están en comunidad pero están allí para salir adelante ellos mismos.

El otro vicio frecuente es el chismorreo. “Pero ese...” — “Has visto aquel...” — “Se dice de ese...” — “Se dice de este ...”. Y la fama del sacerdote hermano se ensucia, termina ensuciada, y la fama se arruina. Destruir la fama de los demás. El chismorreo es un vicio, un vicio de “clausura”, decimos nosotros. Cuando hay un presbiterio donde hay tantos hombres con el alma cerrada, hay chismorreo, se habla mal de los demás. “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás, ni tampoco como ese publicano” (Lc 18,11). “¡Gracias a Dios no soy como ese!”. Esta es la música del chismorreo, también del chismorreo clerical. El arribismo y el chismorreo son dos vicios propios del clericalismo.

¿Cómo puede esta necesidad evangélica de fraternidad expresarse y crecer en la vida de los sacerdotes? Viviendo la diocesanidad, con el coraje de hablar claro siempre y de soportar a los demás; con una buena relación con el pueblo de Dios, sea delante, para mostrar el camino, como en el medio, en la cercanía de las obras de caridad, que detrás, para ver cómo va el pueblo y ayudar a los rezagados; y huyendo de toda forma de clericalismo, porque los dos peores vicios del clericalismo son el arribismo y el chismorreo.

No sé si he respondido a la pregunta ... Diocesanidad, esta es el carisma propio de un sacerdote diocesano y diocesanidad significa lo que he dicho. Gracias.

Segunda pregunta [de un religioso]:

Santo Padre, una pregunta para la vida religiosa, pero creo que no es solo para la vida religiosa. Usted nos enseña a ser testigos de la alegría y de la esperanza. Como consagrados se debe escapar de la psicología de la supervivencia y poner a Jesús en medio de su pueblo, tocando las llagas de Jesús en las llagas del mundo. Nos ha dado muchos estímulos en estos años. Pero, ¿cuáles son los pasos más importantes que se deben seguir para ponernos decididamente en esta perspectiva? Gracias.

Papa Francisco:

Caer en la psicología de la supervivencia es como “esperar la carroza”, la carroza fúnebre. Esperemos a que llegue el carruaje y se lleve nuestro instituto. Es un pesimismo “espolvoreado”, de esperanza, no es de hombres y mujeres de fe, esto. En la vida religiosa, “esperar la carroza” no es una actitud evangélica: es una actitud de derrota. Y mientras esperamos la carroza, nos arreglamos cómo podemos y, por seguridad, tomamos algo de dinero para estar seguros. Esta psicología de la supervivencia conduce a la falta de pobreza. A buscar seguridad en el dinero. A veces se escucha: “En nuestro instituto somos viejas —lo he oído de algunas monjas—, somos viejas y no hay vocaciones, pero tenemos bienes, para asegurarnos el final”. Y este es el mejor camino de llegar a la muerte. La seguridad, en la vida consagrada, no la dan las vocaciones, no la da el mucho dinero; la seguridad viene de otro lado. No quisiera decir cosas que uno sabe por oficio, sino solo las cosas que se ven. Algunas congregaciones que disminuyen, disminuyen y los bienes crecen. Ves esos religiosos o religiosas apegados al dinero como seguridad. Este es el núcleo de la psicología de la supervivencia, es decir, sobrevivo, estoy seguro, porque tengo dinero. El problema no estriba tanto en la castidad o en la obediencia, no. Estriba en la pobreza. El pez comienza a pudrirse por la cabeza y la vida consagrada comienza a pudrirse por la falta de pobreza. Y de verdad, es así. San Ignacio llamaba la pobreza “madre y muro” de la vida religiosa. “Madre” porque genera la vida religiosa y “muro” porque la defiende de toda mundanidad . La psicología de la supervivencia te lleva a vivir mundanamente, con esperanzas mundanas, no a ponerte en el camino de la esperanza divina, la esperanza de Dios. El dinero es realmente la ruina para la vida consagrada. Pero Dios es muy bueno, muy bueno, porque cuando un instituto de vida consagrada empieza a acumular dinero, el Señor es tan bueno que le envía un ecónomo o una ecónoma malo /a que acaba con todo, y esto es una gracia . Cuando caen los activos de un instituto religioso, digo: “¡Gracias, Señor!”, porque tendrán que empezar a seguir el camino de la pobreza y de la esperanza verdadera en los bienes que te da el Señor: la esperanza verdadera de fecundidad que te da el camino del Señor. Por favor, os digo, siempre, siempre, haced un examen de conciencia sobre la pobreza: la pobreza personal, que no es sólo ir a pedir permiso al superior, o la superiora para hacer algo, es más profundo, es todavía más profundo ; y también la pobreza del instituto, porque allí está la [verdadera] supervivencia de la vida consagrada, en sentido positivo, es decir, hay una esperanza verdadera que hará que crezca la vida consagrada.

Después hay algo más. El Señor nos visita muchas veces con la escasez de recursos: la escasez de recursos, la escasez de vocaciones, la escasez de posibilidades... con una pobreza real, no sólo la pobreza de los votos, sino también la verdadera pobreza. ¡Y la falta de vocaciones es una pobreza muy real! En estas situaciones, es importante hablar con el Señor: ¿Por qué las cosas son así? ¿Qué pasa en mi instituto? ¿Por qué las cosas terminan así? ¿Por qué falta esa fecundidad? ¿Por qué los jóvenes no se sienten entusiastas, no sienten entusiasmo por mi carisma, por el carisma de mi instituto? ¿Por qué el instituto ha perdido la capacidad de convocar, de llamar? Haced un examen real de conciencia sobre la realidad y decíos toda la verdad. Esto también se aplica a los diocesanos, y también a los laicos, pero yo se lo diría a los religiosos: os pido que me hagáis un favor. Os pido que meditéis los tres últimos números de la Evangelii nuntiandi, aquel documento pastoral postsinodal que sigue siendo actual, no está pasado, ¡no!, tiene su fuerza, cuando el beato Pablo VI habla del “identikit del evangelizador” como lo quiere, y allí hacer un examen de conciencia: “Yo y mi institución, ¿hacemos esto?”. O, como dice Pablo VI: ¿Es un instituto triste, amargado, que no sabe qué hacer?... Meditad esos números que os ayudarán a hacer un examen de conciencia sobre esta psicología de la supervivencia. Pero el quid de la cuestión buscadlo siempre en la pobreza: cómo vivir la pobreza.

Después la pregunta dice: “...y poner a Jesús en medio de su pueblo, tocando las llagas de Jesús en las llagas del mundo”. Este es un poco el camino de Filipenses 2.7: el camino de Jesús es el abajamiento —“se abajó”, “se aniquiló” —; abajarse con el pueblo de Dios, con los que sufren, con los que no pueden darte nada. Solamente tendrás la fuerza de la oración. Recuerdo que una vez, en la diócesis, en la que tenía antes, las monjas del hospital eran ancianas, austríacas, realmente no había vocaciones y con mucho dolor se tuvieron que volver a casa. Y ese hospital terminó sin monjas. Pero había un sacerdote coreano que se puso a trabajar y trajo monjas de Corea. Trajo cuatro, todas jóvenes. Llegaron el lunes y el miércoles bajaron a las salas. Cuando fui el sábado a visitar el hospital, los enfermos, todo el mundo decía: “Pero que buenas las monjas, ¡cuánto bien me han hecho!”. Y yo pensé: “Pero estas coreanas, saben de español lo mismo que yo sé de coreano; y ¿cómo pueden decir los enfermos:¡Qué buenas las monjitas!?”. Pero ellas, con una sonrisa, les tomaban las manos, los acariciaban, y así llegaron al corazón del pueblo de Dios, del pueblo que sufre, de las llagas, de la carne sufriente de Jesús.

Cuando se lleva una vida así, no hablar un idioma, y vivir en un país donde se habla esa lengua es una pobreza impresionante, es una gran pobreza. Y estas hermanas vivieron esta condición, pero con paz e hicieron mucho bien. Abajándose, tocar la carne sufriente de Jesús y de los pobres, y esta es una psicología que ahuyenta la de la supervivencia; es una psicología de la construcción del Reino de Dios, porque precisamente Mateo 25 nos indica este camino para el Reino de Dios. La psicología de la supervivencia es siempre pesimista. No abre horizontes, está cerrada. Y está orientada hacia el cementerio. Bajar, como Jesús, a su carne sufriente, a los más débiles, a los enfermos, a todos los que dice Mateo 25. Esto no tiene como horizonte el cementerio, tiene un horizonte fecundo. Esto es sembrar, y el crecimiento de la semilla es obra del Señor. Por eso os digo estas dos cosas: la pobreza y la actitud hacia la carne doliente de Cristo. Con sinceridad. Sin ideologías. Gracias.

Me dicen que es tarde y que nos tenemos que ir. Muchas gracias por vuestra presencia. Gracias por vuestro testimonio. Y a los religiosos les quiero decir una cosa, porque he hablado menos a los religiosos que a los diocesanos:

¡La vida consagrada es una bofetada a la mundanidad espiritual! ¡Adelante!


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 1 de octubre de 2017.

 



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