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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA CRUZ ROJA ITALIANA

Aula Pablo VI
Sábado, 27 de enero de 2018

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Queridos hermanos y hermanas.

Os doy la bienvenida y doy las gracias al presidente por sus amables palabras. Estas me han permitido también repensar en el nacimiento de vuestro movimiento, en la inspiración que os sostiene y los objetivos que os proponéis. La Cruz Roja desarrolla en toda Italia y en el mundo un servicio insustituible, valioso tanto por la obra que materialmente cumple, como por el espíritu con el que lo cumple, que contribuye a difundir una mentalidad nueva, más abierta, más solidaria.

Vuestra acción, además, merece todavía más la gratitud de todo ciudadano porque se realiza en las más diversas situaciones, teniendo que hacer frente a cansancios y peligros de distinto tipo. Es así en el caso de la asistencia prestada a las víctimas de los terremotos y de otros desastres naturales, que alivia la prueba de las poblaciones golpeadas, representando un signo de la cercanía de todo el pueblo italiano. De igual valor es el compromiso que ponéis en el socorro de los migrantes durante el arduo recorrido por el mar, y al recibir a los que desembarcan y esperan ser acogidos e integrados.

La mano que les tendéis y que ellos aferran es un signo elevado, que se traduciría así: «No te ayudo solo en este instante, para sacarte del mar y ponerte a salvo, sino que te aseguro que estaré y me tomaré en serio tu futuro». Por eso, vuestra presencia junto a los inmigrantes representa un signo profético, tan necesario en nuestro tiempo. He dicho la palabra «signo profético»: el profeta —por decirlo en una lengua que todos entendamos— el profeta es el que «abofetea»; con su modo de vivir, con el servicio que hace y las palabras... «abofetea»: despierta, da verdaderas bofetadas al egoísmo social, al egoísmo de las sociedades. ¡Y hace despertar lo mejor que hay en el corazón! Pero da la bofetada con la palabra y con el testimonio, ¡no con la mano!

La misión del voluntario, llamado a arrodillarse ante quien se encuentre en necesidad y a prestarle la ayuda de forma amorosa y desinteresada, recuerda la figura evangélica del Buen Samaritano (cf. Lucas 10, 25-37). Es una palabra de Jesús cuya riqueza inagotable nos ofrece una preciosa luz sobre vuestra acción y sobre los valores aprobados en vuestro Estatuto.

El primero de los principios fundamentales que el Estatuto afirma es el de «humanidad», que lleva a «prevenir y aliviar en cualquier lugar el sufrimiento humano» (Art 1.3). La «humanidad», en virtud de la cual os hacéis cargo de los sufrimientos de tantas personas, es la misma que empuja al Buen Samaritano a arrodillarse ante el hombre herido y tendido en el suelo. Él siente compasión y se hace su prójimo: sin compasión, se mantendría en la distancia, y el hombre que tropezó con los bandidos permanecería para él un sujeto sin rostro.

¡Cuántos son, también en nuestro mundo, los niños, los ancianos, las mujeres y los hombres cuyo rostro no es reconocido como único e irrepetible, y que permanecen invisibles porque están escondidos en el cono de la sombra de la indiferencia! Esto impide ver al otro, oír el reclamo y percibir los sufrimientos. La cultura del descarte —tan actual hoy— es una cultura anónima, sin lazos y sin rostros. Esta cuida solo de algunos, excluyendo a tantos otros. Afirmar el principio de humanidad significa entonces hacerse promotores de una mentalidad enraizada en el valor de cada ser humano y de una praxis que ponga en el centro de la vida social no los intereses económicos, sino el cuidado de las personas. No el dinero en el centro, no: ¡las personas!

El segundo principio afirmado en el Estatuto es la «imparcialidad», que lleva a no basar la propia acción en «ninguna distinción de nacionalidad, raza, credo religioso, clase u opinión política». Esta tiene como consecuencia la «neutralidad» —el tercer principio— por el que el movimiento no toma partido por ninguna de las partes en los conflictos y en las controversias políticas, raciales o religiosas. Este criterio de acción contrasta la tendencia, hoy lamentablemente tan difundida, de distinguir quién merece atención y socorro de quién, al contrario, no sea digno. Pero vosotros tenéis una política: esta es vuestra política. ¿Y cuál es vuestro partido político? El presidente lo ha dicho: vosotros sois del partido político de los más necesitados, de esos que lo necesitan más.

El Samaritano del Evangelio actúa con imparcialidad: él no interroga al hombre tendido en el suelo, antes de ayudarlo, para saber cuáles eran su procedencia, su fe, o para entender si había sido golpeado con razón o por error. No. El Buen Samaritano no somete al hombre herido a ningún examen de prevención, no lo juzga y no subordina su ayuda a prerrogativas morales, ni tampoco religiosas. Simplemente, cura sus heridas y después lo encomienda a una posada, haciéndose cargo sobre todo de sus necesidades materiales, que no pueden ser pospuestas. El Samaritano actúa, paga en persona —como me gusta decir que el diablo entra por el bolsillo, así también las virtudes salen por los bolsillos: paga para ayudar al otro—, el Samaritano ama. Detrás de su figura se encuentra la del propio Jesús, que se ha arrodillado ante la humanidad y sobre cada uno de aquellos que ha querido llamar hermanos, sin hacer distinción ninguna, sino ofreciendo su salvación a cada ser humano.

La Cruz Roja italiana comparte los principios de humanidad, imparcialidad y neutralidad con el movimiento internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja que, recogiendo 190 movimientos nacionales, constituye una red internacional necesaria para coordinar y «globalizar» las ayudas, para hacer que promuevan «la comprensión recíproca, la amistad, la cooperación y la paz duradera entre los pueblos» (cf. Estatuto, 1, 3).

Que estas palabras sean siempre el sentido de vuestra misión: la construcción de una recíproca comprensión entre las personas y los pueblos, y el nacimiento de una paz duradera, que pueda fundarse solo sobre un estilo de cooperación, de incentivar cada ámbito humano y social, y sentimientos de amistad. Quien, de hecho, mira a los otros con las gafas de la amistad y no con las gafas de la competición o del conflicto, se hace constructor de un mundo más vivible y humano.

Y no quisiera terminar sin unas palabras a aquellos de vosotros que, en el ejercicio de la misión de ayuda, han perdido la vida. Perdonadme: no la han perdido, no, no la han perdido: ¡la han donado! Son vuestros mártires, son vuestros mártires. Y Jesús nos dice que no hay amor más grande que el que da la vida por los otros; vosotros tenéis estos entre vosotros. Que ellos nos inspiren, os inspiren, os ayuden, os protejan desde el cielo.

Y pidamos que el Espíritu del Resucitado, que es Espíritu de amor y de paz, nos enseñe este camino y nos ayude a realizarlo. Pido por esto sobre todos vosotros la bendición de Dios —Dios Padre de todos nosotros, Padre de todas las confesiones— y la invoco en particular por los que han perdido la vida cumpliendo su servicio y por sus seres queridos. Me encomiendo también yo a vuestras oraciones. Gracias.

 



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