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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA PONTIFICIA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS

Sala del Consistorio
Lunes, 12 de noviembre de 2018

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Ilustres señores y señoras:

Es una alegría para mí reencontrarme con la Pontificia academia de las ciencias al completo. Dirijo una cordial bienvenida a los nuevos académicos y agradezco por sus corteses palabras al expresidente, el Profesor Werner Arber, mientras deseo una buena recuperación al presidente, el profesor Joachim von Braun. Extiendo mi reconocimiento a todas las personalidades que han intervenido aportando su valiosa contribución.

El mundo de la ciencia, que en el pasado asumió posiciones de autonomía y autosuficiencia, con actitudes de desconfianza hacia los valores espirituales y religiosos, hoy parece haberse vuelto más consciente de la realidad cada vez más compleja del mundo y del ser humano. Se han sucedido una cierta inseguridad y algún temor frente a la posible evolución de una ciencia y una tecnología que, si se abandonan a sí mismas, sin control, pueden dar la espalda al bien de las personas y de los pueblos.

Es cierto que la ciencia y la tecnología afectan a la sociedad, pero también los pueblos con sus valores y costumbres influyen en la ciencia. A menudo, la dirección y el énfasis que se dan a algunos avances en la investigación científica están influenciados por opiniones ampliamente compartidas y el deseo de felicidad inherente a la naturaleza humana. Sin embargo, necesitamos más atención a los valores y activos fundamentales que subyacen en la relación entre los pueblos, la sociedad y la ciencia. Esta relación requiere un replanteamiento para promover el progreso integral de cada ser humano y el bien común. El diálogo abierto y el discernimiento cuidadoso son indispensables, especialmente cuando la ciencia se vuelve más compleja y el horizonte que se abre presenta desafíos decisivos para el futuro de la humanidad. De hecho, hoy tanto la evolución social como los cambios científicos se producen cada vez más rápidamente y se suceden uno a otro. Es importante que la Pontificia academia de las ciencias tenga en cuenta que estos cambios interconectados requieren un compromiso sabio y responsable por parte de toda la comunidad científica. La hermosa seguridad de la torre de marfil de los primeros tiempos modernos ha dejado el puesto, en muchos, a una inquietud saludable, por la que el científico de hoy se abre más fácilmente en los valores religiosos y vislumbra, más allá de las adquisiciones de la ciencia, la riqueza del mundo espiritual de los pueblos y la luz de la trascendencia divina. La comunidad científica es parte de la sociedad y no debe considerarse como separada e independiente, de hecho, está llamada a servir a la familia humana y su desarrollo integral.

Los posibles frutos de esta misión de servicio son innumerables; en esta sede me gustaría dar unas breves indicaciones. En primer lugar, está la inmensa crisis del cambio climático en curso y la amenaza nuclear. En la línea de mis predecesores, reitero la importancia fundamental de comprometernos con un mundo sin armas nucleares (cf. Mensaje a la Conferencia de las Naciones Unidas para negociar un tratado sobre la prohibición de las armas nucleares, 23 de marzo de 2017), y pido —como hicieron san Pablo VI y san Juan Pablo II— a los científicos la colaboración activa para convencer a los gobernantes de la inaceptabilidad ética de este armamento debido al daño irreparable que causa a la humanidad y al planeta. Por lo tanto, también reitero la necesidad de un desarme del que hoy parece que ya no se habla en las mesas en torno a las cuales se toman las grandes decisiones. También puedo agradecer a Dios, como lo hizo San Juan Pablo II en su legado, porque en mi pontificado se ahorró al mundo la inmensa tragedia de una guerra atómica.

Los cambios globales están cada vez más influenciados por las acciones humanas. Por lo tanto, también se necesitan respuestas adecuadas para salvaguardar la salud del planeta y de las poblaciones, una salud que está en peligro por todas las actividades humanas que utilizan combustibles fósiles y la deforestación del planeta (Carta encíclica Laudato si’, 23). La comunidad científica, así como también ha avanzado en la identificación de estos riesgos, ahora debe proponer soluciones válidas y persuadir a las empresas y sus líderes para que los persigan. Sé que, en esta perspectiva, en vuestras sesiones, identificáis el conocimiento que surge de la ciencia de base y estáis acostumbrados a vincularlo con visiones estratégicas que tienden a estudiar los problemas en profundidad. Es vuestra vocación identificar avances innovadores en todas las disciplinas principales de la ciencia de base y reconocer las fronteras entre los diversos sectores científicos, en particular en física, astronomía, biología, genética y química. Esto es parte del servicio que prestáis a la humanidad. Acojo con satisfacción el hecho de que la Academia también se centra en los nuevos conocimientos necesarios para hacer frente a los flagelos de la sociedad contemporánea. Los pueblos piden justamente participar en la construcción de sus sociedades. Los derechos universales proclamados deben convertirse en realidad para todos, y la ciencia puede contribuir de manera decisiva a este proceso y a romper las barreras que lo obstaculizan. Agradezco a la Academia de las ciencias por su valiosa colaboración en la lucha contra ese crimen de lesa humanidad, que es el tráfico de personas destinadas al trabajo forzoso, la prostitución y el tráfico de órganos. Os acompaño en esta batalla de la humanidad.

Todavía hay un largo camino por recorrer hacia un desarrollo que sea integral y sostenible al mismo tiempo. Superar el hambre y la sed, la alta mortalidad y la pobreza, especialmente entre los ochocientos millones de necesitados y excluidos de la Tierra, no se logrará sin un cambio en los estilos de vida. En la Encíclica Laudato si’, presenté algunas propuestas clave para lograr este objetivo. Sin embargo, creo que puedo decir que hay una falta de voluntad política y determinación para detener la carrera de armamentos y poner fin a las guerras, para avanzar urgentemente hacia las energías renovables, a programas para garantizar agua, alimentos y salud para todos, invertir por el bien común los enormes capitales que permanecen inactivos en los paraísos fiscales.

La Iglesia no espera que la ciencia siga solo los principios de la ética, que son un patrimonio inestimable del género humano. Espera un servicio positivo, que podemos llamar con san Pablo VI la «caridad de conocimiento». A vosotros, queridos científicos y amigos de la ciencia, se os han confiado las claves del saber. Me gustaría ser ante vosotros el abogado de los pueblos a los que no llegan sino solo desde lejos y, rara vez, los beneficios del vasto conocimiento humano y sus logros, especialmente en materia de nutrición, salud, educación, conectividad, bienestar y paz. Permitidme deciros en nombre de ellos: que vuestra investigación pueda beneficiar a todos, para que los pueblos de la tierra sean alimentados, saciados la sed, curados y educados; que la política y la economía de los pueblos extraigan las indicaciones para proceder con mayor certeza hacia el bien común, en beneficio especialmente de los pobres y necesitados, y hacia el respeto al planeta. Este es el inmenso panorama que se revela a los hombres y mujeres de la ciencia cuando pasan por alto las expectativas de los pueblos: expectativas animadas por una esperanza confiada pero también por inquietud y ansiedad.

Os bendigo de todo corazón, bendigo vuestro trabajo y bendigo vuestras iniciativas. Muchas gracias por lo que hacéis. Os acompaño con mi oración; y también vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias

 



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