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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO AMERICANO

Sala del Consistorio
Viernes, 8 de marzo de 2019

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Queridos amigos:

Os doy mi calurosa bienvenida al Vaticano. Vuestra organización ha tenido estrechos contactos con los sucesores de Pedro desde el inicio del diálogo oficial entre la Iglesia Católica y el judaísmo. Ya en el Concilio Vaticano II, cuando comenzó una nueva orientación en nuestras relaciones, entre los observadores judíos se encontraba el distinguido Rabino Abraham J. Heschel del American Jewish Committee. Vuestro compromiso con el diálogo católico-judío tiene tantos años como la Declaración Nostra Aetate, piedra angular en nuestro camino de redescubrimiento fraterno. Me alegra que con el tiempo hayamos logrado mantener buenas relaciones e intensificarlas aún más.

Cultivar buenas relaciones fraternales a través del tiempo es un regalo y al mismo tiempo una llamada de Dios. En este sentido, me gustaría mencionar un episodio ocurrido precisamente en vuestro país. Un joven católico había sido enviado al frente y había vivido en primera línea los horrores de la Segunda Guerra Mundial. De vuelta a los Estados Unidos, comenzó a formar una familia. Después de mucho trabajo, finalmente pudo comprar una casa más grande. Se la compró a una familia judía. En la puerta principal estaba la Mezuzah y este padre quería que no se moviera durante los trabajos de renovación de la casa: tenía que quedarse allí, en la entrada. Y a los hijos dejó como herencia la importancia de ese signo. Les dijo a sus hijos —uno de los cuales es sacerdote—, que aquel pequeño “rectángulo” en la puerta tenía que mirarse cada vez que se entraba y se salía de casa, porque guardaba el secreto para hacer que la familia fuera sólida y para hacer de la humanidad una familia. En efecto, estaba escrito lo que de generación en generación no debemos olvidar: amar al Señor con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas (cf. Dt 6,4). Queridos amigos, estamos llamados juntos a construir una atmósfera de hogar, de familia, eligiendo con todas nuestras fuerzas el amor divino, que inspira respeto y aprecio por la religiosidad de los demás. No es “buenismo”, es nuestro futuro.

Hoy, 8 de marzo, también me gustaría decir algo sobre la insustituible contribución de las mujeres en la construcción de un mundo que sea una casa para todos. La mujer es la que hace hermoso el mundo, que lo custodia y lo mantiene vivo. Lleva la gracia que hace las cosas nuevas, el abrazo que incluye, el coraje de entregarse. La paz es mujer. Nace y renace de la ternura de las madres. Por eso el sueño de paz se realiza mirando a la mujer. No es casualidad que en la historia de Génesis, la mujer sea sacada de la costilla del hombre mientras duerme (cf. Gn 2,21). La mujer, es decir, se origina cerca del corazón y en el sueño, durante los sueños. Por eso lleva al mundo el sueño del amor. Si amamos el futuro, si soñamos con un futuro de paz, debemos dar espacio a las mujeres.

Sin embargo, en la actualidad, es para mí fuente de gran preocupación la propagación en muchos lugares de un clima de maldad y de rabia, en el que se arraigan excesos perversos de odio. Estoy pensando, en particular, en el recrudecimiento bárbaro, en varios países, de ataques antisemitas. Hoy también me gustaría reiterar que es necesario estar atentos a este fenómeno: «La historia nos enseña hasta donde pueden llegar las actitudes, incluso ligeramente perceptibles, del antisemitismo: la tragedia humana de la Shoah, en la que fueron aniquilados dos tercios de los judíos europeos». (Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, Los dones y la llamada de Dios son irrevocables, 47). Repito que para un cristiano cualquier forma de antisemitismo es una negación de los orígenes, una contradicción absoluta. Debemos hacer como aquel padre, que había visto cosas trágicas y no se cansaba de transmitir a sus hijos los fundamentos del amor y del respeto. Y debemos mirar al mundo a través de los ojos de las madres, con la mirada de la paz.

En la lucha contra el odio y el antisemitismo, una herramienta importante es el diálogo interreligioso, encaminado a promover el esfuerzo por la paz, el respeto mutuo, la defensa de la vida, la libertad religiosa y la salvaguarda de la creación. Los judíos y los cristianos también comparten una rica herencia espiritual, que nos permite hacer muchas cosas buenas juntos. En un momento en que Occidente está expuesto a un secularismo despersonalizado, corresponde a los creyentes buscarse y colaborar para hacer más visible el amor de Dios por la humanidad. Y hacer gestos concretos de proximidad, contrarrestando el crecimiento de la indiferencia. En el Génesis Caín, después de matar a Abel, dice: «¿Soy acaso el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Antes del asesinato que quita la vida, está la indiferencia que borra la verdad: Sí, Caín, ¡eras tú precisamente el guardián de tu hermano! Tú, como todos nosotros, por la voluntad de Dios. En un mundo donde la distancia entre los muchos que tienen poco y los pocos que tienen mucho aumenta de día en día, estamos llamados a cuidar de los hermanos más indefensos: los pobres, los débiles, los enfermos, los niños, los ancianos.

En el servicio a la humanidad, así como en nuestro diálogo, esperan estar más involucrado los jóvenes, deseosos de soñar y abiertos al descubrimiento de nuevos ideales. Por lo tanto, me gustaría resaltar la importancia de la formación de las generaciones futuras en el diálogo judeo-cristiano. El compromiso común en el campo de la educación juvenil es también una herramienta eficaz para combatir la violencia y abrir nuevos caminos de paz con todos. Queridos amigos, al agradeceros vuestra visita, os deseo lo mejor en vuestros esfuerzos por promover el diálogo, favoreciendo intercambios provechosos entre religiones y culturas, tan valiosos para nuestro futuro, para la paz. ¡Shalom!


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 8 de marzo de 2019.

 



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