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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO I
CON OCASIÓN DE LAS 85 JORNADAS CATÓLICAS DE ALEMANIA,
KATHOLIKENTAG (13-17 DE SEPTIEMBRE DE 1978)

 

A nuestro venerable hermano
Oskar Saier,
arzobispo de Friburgo (Alemania).

Llamado por la gracia de Dios hace poco a ser el Sucesor de San Pedro, respondemos con especial alegría a la petición que usted dirigió a nuestro predecesor, el Papa Pablo VI, quien ya dio su benévola aprobación. En su espíritu, y con el mismo aprecio y amor que él tenía hacia los fieles y hacia la actuación de la Iglesia católica alemana, dirigimos este mensaje de saludo a las 85 Jornadas Católicas de Alemania, Katholikentag, que se celebran en su ciudad episcopal.

«Yo os quiero dar futuro y esperanza»; bajo esta palabra de Dios que el profeta Jeremías nos anuncia preñada de promesas, se reúnen desde hoy miles y miles de católicos alemanes en Friburgo. Este acontecimiento es ya de por sí signo de esperanza y confianza. A veces podría parecer que la esperanza cristiana ha perdido fuerza en el mundo de hoy. Por un lado, hay miedo de vivir y desesperación; por otro, una arrogancia despiadada del hombre que quiere dibujar y asegurar su futuro solamente con sus propias fuerzas. Frente a cualquier forma de poca fe y de cansancio desorientador y frente a todas las formas de violencia ciega, el Katholikentag propone una señal de seguridad y de esperanza. Contra la arrogancia y la autosuficiencia engañosa del hombre, ancla el futuro y la esperanza en Quien es el único capaz de darlos: en Dios, Señor de la historia.

¡Venerables hermanos y queridos hijos e hijas, que os habéis reunido para esta solemne inauguración! Las Jornadas Católicas de Friburgo corresponden con su lema a aquel servicio de Iglesia que subraya precisamente el Concilio Vaticano II cuando dice en la Constitución Pastoral: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (Gaudium et spes, 1). La Constitución sobre la Iglesia dice: «Aquel pueblo mesiánico, por consiguiente, aunque actualmente no incluya a todos los hombres y con frecuencia parezca una grey pequeña es, sin embargo, para todo el género humano germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación» (Lumen gentium, 9). Esto es lo que esperamos y suplicamos a Dios para el Katholikentag de Friburgo: Que la Iglesia se convierta en signo perceptible de esperanza para el mundo.

Durante estos días de oración y meditación estudiarán ustedes, a la luz del Evangelio y en la perspectiva de la misión peculiar de la Iglesia, diferentes problemas actuales de la vida religiosa, la vida social y la corresponsabilidad de los cristianos en la edificación de un futuro de mayor esperanza. Pero punto central de nuestras reflexiones y declaraciones tiene que ser siempre el hombre. En medio de las contestaciones y aberraciones de nuestro tiempo, el hombre debe encontrar en la fe nueva confianza y esperanza, y el valor de dar testimonio de auténtica vida cristiana.

Debemos, ante todo, anunciar al hombre, de forma creíble, el valor inmenso que significa el hombre en sí mismo, y cómo este valor en toda su profundidad y plenitud no puede basarse sino en el amor y la fidelidad de Dios para con nosotros.

Hemos de demostrar que toda fundamentación puramente mundana de la dignidad del hombre equivale a valorarlo por debajo de su precio. Sólo quedaremos libres para alcanzar nuestra verdadera grandeza en la medida en que seamos capaces de entregarnos a la verdad y al amor redentor de Dios, juzgándolo todo sólo según Él. Su Hijo encarnado es, según nos dice San Pablo, Aquel «por quien, en virtud de la fe, hemos obtenido también el acceso a esta gracia en que nos mantenemos y nos gloriamos, en la esperanza y la gloria de Dios, y no sólo esto, sino que nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce la paciencia, la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom 5, 2-5). En ello se enraíza nuestra esperanza cristiana; y en virtud de esta certeza de fe convencida tenemos derecho a actuar con sosegada confianza en todas las situaciones de la vida, en la controversia de las opiniones y hasta en las pruebas personales penosas.

Esa esperanza, que nace de la confianza en la proximidad de Dios y de su Providencia, da a los padres el valor de procrear hijos y guiarlos en este mundo. Esa misma confianza acompaña a los niños y jóvenes, cuando con ojos asombrados y a la vez temerosos buscan su lugar y aceptan el riesgo de crecer con todos los cambios que ello entraña. La esperanza cristiana seguirá ayudando a los jóvenes a creer en la fuerza de la fidelidad a su matrimonio; y también ella permitirá, tanto a los hombres como a las mujeres, dar lo mejor de sí a sus respectivas profesiones. La fe nos da motivo para ver en el conciudadano lo bueno y para tratar de vivir con él en unión y en paz. Por esa misma esperanza cristiana saben nuestros ancianos que su valor delante de Dios no merma cuando por cansancio y debilidad ya no pueden trabajar. Y es esa confianza finalmente la que impide que quedemos sumidos en el pánico, cuando padecemos alguna enfermedad grave que puede ser, tal vez, hasta mortal. La esperanza enraizada en Cristo sigue produciendo en personas con las que convivimos la gracia de dar testimonio de la fe en Dios, hasta en la hora de la muerte.

El tema de esas Jornadas Católicas concierne a todo cristiano, de forma muy personal, hasta las raíces de su existencia. De la vida que orientamos según nuestra fe, en esperanza y confianza, nos viene el espíritu de sacrificio y la perseverancia en el amor que debemos a nuestros conciudadanos. Cuando nos amamos los unos a los otros como nos amó el Señor, nos conocerán y reconocerán los demás como discípulos suyos (cf. Jn 13, 34 s.). En la medida que se cumple en la Iglesia el testamento de Jesús, «que todos formemos una unidad», responderá la cristiandad a su misión de ser signo de esperanza y de salvación para el mundo entero, para que el mundo crea (cf. Jn 17, 21).

El venerable y llorado arzobispo Hermane Sehäufele, al cumplir el arzobispado de Friburgo los 150 años de existencia, había dado al año jubilar este lema: «Para que puedan creer también el día de mañana». Efectivamente, si el hombre de hoy puede creer también el día de mañana en Aquel que ama al mundo en extremo, en su Creador y Redentor, en el Señor y dueño de los destinos del mundo y de cada destino humano en particular, que quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim 2, 4), entonces habrá para la humanidad y para cada hombre en particular aquel futuro y aquella esperanza a los que el 85 Katholikentag quiere preparar el camino.

Con el deseo de que todos los participantes quieran colaborar al éxito de estos días espirituales mediante la oración, la palabra y las obras, saludamos en cordial unidad a los hermanos en el Episcopado ahí presentes, a los sacerdotes y religiosos, a los fieles y en especial a la juventud, que tanto para la Iglesia como para la sociedad está llamada a ser portadora de esperanza. Asimismo se dirige nuestro saludo respetuoso a los representantes de las Iglesias cristianas y a las autoridades civiles que honran con su presencia este acto solemne.

A todos los que se han reunido en Friburgo con motivo del Katholikentag, y a todos los fieles católicos de Alemania les decimos estas palabras de San Pablo: «Que el Dios de la esperanza os llene de cumplida alegría y paz en la fe, para que abundéis en esperanza por la virtud del Espíritu Santo» (Rom 15, 13).

Esto os conceda Dios, el Señor, con nuestra bendición apostólica que os impartimos de todo corazón: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

 

IOANNES PAULUS PP. I



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