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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 25 de septiembre de 1983

 

1. "Ha mirado la humildad de su sierva... Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes" (Lc 1, 48a. 52). Con estas palabras la Virgen exalta la sabiduría divina, que se complace en los humildes y confunde a quien confía únicamente en sus propia seguridad.

La "humildad" es una virtud que ha entrado lentamente en la espiritualidad del Antiguo Testamento. Después del destierro de Babilonia se refuerza un significado más interiorizado de la misma. Es decir: el "humilde, es aquel que se adhiere con todo el corazón al Señor, obedeciendo a su voluntad, manifestada concretamente en la Ley de Moisés" (cf. Sof 3, 12-13; Is 66, 2; Jdt 9, 11. 14).

La humildad (o pobreza) concebida de este modo no se reducía a un vacuo intimismo, capaz de eludir los deberes de la justicia social. Al contrario, la observancia de la Ley mosaica producía efectos visibles de fraternidad. De hecho, ella obligaba con urgencia a socorrer al indigente, a la viuda, al huérfano, al esclavo, al extranjero; preveía, además el condono de las deudas con ocasión del año sabático y jubilar.

2. María, escribe el Concilio Vaticano II, "sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación" (Lumen gentium, 55).

La pobreza de María es la sublimación de la vivida por tantos justos del Antiguo Testamento. La Anunciación es el documento emblemático de la Virgen como criatura "pobre de espíritu", que con su fiat se abre en docilidad perfecta a la voluntad de Dios (Lc 1, 49a. 52. 54).

Hasta el día de su tránsito a la gloria celeste, la pobreza de María consistirá en la dedicación generosa a la persona y a la obra del Hijo. ¡Y siempre en el claroscuro de la fe! (cf. Lc 2, 34. 35. 48-50; Act 1, 14; 4, 23-30; 8, 1b-3; 12, 1; 28, 22).

3. También para nosotros, discípulos del Señor, la pobreza de espíritu equivale a la obediencia incondicionada a su Evangelio. Es una educación del corazón, que Pablo solicitaba en estos términos: "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Flp 2, 5; cf. Mt 11, 28-29; Sant 1, 21).

La misma cuestión social, entendida como justa distribución de los bienes tanto económicos como morales, depende más que nunca de ese estilo de pobreza. La adhesión sincera a la Palabra de Cristo no soporta la vergüenza de la injusticia, de la opresión. La comunidad primitiva de Jerusalén, de la que formaba parte María (Act 1, 14), era asidua "en oír la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración" (Act 2, 42), y como consecuencia de aquel fervor evangélico no existía ninguna necesidad entre ellos (Act 2, 44-45; 4, 32. 34-35; cf. Dt 15, 4 y 2 Cor 8, 13).

¡Que Cristo suscite en nosotros la pobreza de María! Entonces el poder de su Espíritu dará curso libre a las "grandes cosas" de la Redención. Entonces seremos dichosos, porque nuestro es el Reino de los cielos (cf. Mt 5, 3).



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