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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 11 de diciembre de 1983

 

En este domingo de Adviento, que sigue a la festividad de la Inmaculada Concepción y que precede, ya falta poco, a las celebraciones de Navidad y, por lo tanto, del comienzo de nuestra redención, nuestro pensamiento se detiene aún sobre el rico significado del gran acontecimiento de la salvación que no sólo se refiere a María, sino también al origen del nuevo Pueblo de Dios, es decir, a la Iglesia de Cristo, y de una nueva humanidad que con Ella se convierte en familia de Dios. Efectivamente, si consideramos a María en la plenitud de su misterio y de su misión, no manifiesta sólo su personalidad autónoma en la cumbre y el comienzo de la Iglesia, sino que, en la dinámica de la historia de la salvación, Ella está también tan íntimamente unida con la Iglesia, que aparece casi como una encarnación y una imagen viva de la personalidad mística de la Iglesia misma, Esposa de Cristo, significando, desde el primer instante de su ser, toda la riqueza de gracia que la anima. A este propósito nos viene a la mente la preciosa indicación del capítulo VIII de la Lumen gentium, que, interpretando la intuición de San Lucas, nos dice: «... Con Ella, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva economía». Esto es, colocada en la confluencia entre la Antigua y la Nueva Alianza, María es el final de la Iglesia mesiánica de Israel y el comienzo de la Iglesia naciente de Cristo. Ella es la última y perfecta expresión del antiguo Pueblo de Dios, nacido de Abraham, y la primera, sublime realización del nuevo Pueblo de los hijos de Dios, que nace de Cristo. Con María, pues, se concluyen las promesas, las prefiguraciones, las profecías y la espiritualidad de la Iglesia veterotestamentaria, y comienza la neotestamentaria, sin mancha ni arruga, con la plenitud de la gracia del Espíritu Santo.

Esta dimensión eclesiológica, proclamada por el Concilio Vaticano II, es el nuevo itinerario que nos permite leer y captar en toda su extensión y profundidad el misterio de María. Considerada en esta dimensión, también la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios y Madre nuestra adquiere un significado más rico y eclesial. Con Ella, obra maestra de Dios Padre y reverbero purísimo de la gracia del Espíritu Santo, comenzó la Iglesia de Cristo. En María vemos la inmaculada concepción de la Iglesia, que es templo y esposa sin mancha ni arruga. En Ella la Iglesia experimenta que ha alcanzado su perfección más alta, sin sombra de pecado; y en Ella, como prototipo, signo, ayuda, la comunidad eclesial, todavía peregrina en la tierra, se inspira, esforzándose por avanzar en la santidad y en la lucha contra el pecado.



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