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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de marzo de 1984

 

1. En este encuentro dominical quiero continuar la reflexión sobre la presencia de la Virgen en la celebración litúrgica, acción de Cristo y de la Iglesia, a la que María está indisolublemente unida. La Iglesia está íntimamente persuadida de ello, persuasión que deriva de la fe y, por decirlo así, de la experiencia.

Efectivamente, la Iglesia cree que la Santísima Virgen, asunta al cielo, está junto a Cristo, vivo siempre para interceder por nosotros (cf. Heb 7, 25), y que a la imploración divina del Hijo se une la incesante súplica de la Madre: en el cielo la voz de la Virgen se hace liturgia suplicante en favor de los hombres, sus hijos, a quienes Ella contempla en la luz de Dios y cuyas necesidades y fatigas conoce.

La Iglesia tiene, además, la experiencia íntima, vital, madurada en largos siglos de tradición orante, de la presencia activa de la Virgen, de los Ángeles y los Santos en la liturgia. Y traduce esta experiencia, contenida sobre todo en la oración litúrgica, en múltiples actitudes culturales, entre las cuales quiero recordar la súplica de la intercesión materna de la Virgen y la comunión con Ella.

En el ámbito de la única mediación de Cristo, Dios Padre ha querido que el amor maternal de la Virgen acompañase a la Iglesia en el camino hacia la patria. Ella, pues, quiere recorrer ese camino con la Madre del Señor, cuya voz destaca en la alabanza de Dios y cuyo corazón late en la oblación pura de sí y exulta en el canto de gratitud al Altísimo.

 



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