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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 8 de marzo de 1987

 

1. Hoy, primer domingo de Cuaresma, la Iglesia concentra nuestros pensamientos en la necesidad de prepararnos con corazón contrito, mediante la oración y la penitencia, a la celebración de los grandes misterios pascuales. De este modo ofrece también un contexto denso de espiritual inspiración para las reflexiones que vamos desarrollando en la perspectiva del Sínodo episcopal sobre la vocación y la misión de los laicos.

En el clima de la Cuaresma ―tiempo fuerte del espíritu― quiero recordar la realidad del sacerdocio común de los fieles y la relación que, dentro del Pueblo de Dios, tiene con el sacerdocio ministerial y jerárquico.

2. El sacerdocio común se funda en el sacramento del bautismo. Todos los cristianos son sacerdotes en sentido verdadero y propio. La Revelación lo afirma con claridad. El Vaticano II reafirma la enseñanza bíblica, recuperando aspectos que, por distintas circunstancias, habían caído en la sombra.

Estas son las palabras del Concilio: "Los bautizados son consagrados, por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz" (Lumen gentium, 10).

El Concilio, basado en la Revelación, subraya la dimensión comunitaria de esa realidad: en efecto, el concepto mismo de sacerdocio común, y sobre todo la visión que da de él la Biblia, comportan una acentuación del testimonio comunitario. Los que forman "una raza elegido, un sacerdocio real, una nación consagrada" (1 Pe 2, 9), llevan a los paganos y a los alejados a glorificar a Dios mediante la "buena conducta" y las "buenas obras" (ib.). Esta concepción del sacerdocio de los fieles orienta hacia un método apostólico que presupone, pero que trasciende, el testimonio individual para subrayar el valor del comunitario.

3. La dignidad del sacerdocio común implica responsabilidad, a la que los cristianos han de hacer frente en la complejidad de las situaciones en las que viven junto con los demás hombres y mujeres. Sin embargo, no se les ha dejado abandonados. El Señor instituyó el sacramento del orden, que asegura la continuidad de las funciones que atribuyó a los Apóstoles como Pastores de la Iglesia fundada por Él. En eso consiste el sacerdocio ministerial, en virtud del cual algunos miembros del Pueblo de Dios, escogidos y llamados por el mismo Dios, son investidos individualmente de una potestad sagrada, confeccionan "el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo" y lo ofrecen "en nombre de todo el pueblo a Dios" (Lumen gentium, 10).

El magisterio conciliar es muy preciso: "El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo" (ib.).

La valoración, sea a nivel doctrinal o práctico, tanto de la identidad originaria del sacerdocio ―participación en el único sacerdocio de Cristo―, como de la diversidad esencial del sacerdocio ministerial respecto al común, garantiza esa armonía superior que es factor indispensable del genuino progreso pastoral.

María, Madre del pueblo sacerdotal entero, ayude a todos sus componentes a ser fieles a la propia sagrada vocación y misión.



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