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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 16 de agosto de 1987

 

1. En estos encuentros dominicales de reflexión y de plegaria en preparación al Sínodo de los Obispos sobre el laicado, he hecho referencia repetidas veces a la vocación de la mujer en la Iglesia y en el mundo.

Después de haber celebrado ayer la solemnidad de la Asunción de María Santísima al cielo, viene espontáneo pensar en Ella como modelo que se refleja de modo muy especial en la figura femenina.

Según he escrito en la Encíclica Redemptoris Mater (n. 46), "María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en Ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción".

2. Hemos, pues, de recordar que, junto a la Virgen Madre, otras mujeres pueblan como estrellas el cuadrante de la "plenitud del tiempo", en momentos de altísimo significado histórico y religioso.

Son esas "numerosas" mujeres que acompañaban a Jesús y a los Apóstoles asegurando su apoyo materno (cf. Lc 8, 2-3); son las "hijas de Jerusalén", que marcan con una nota de piedad el cruel trayecto de la vía dolorosa (cf. Lc 23, 27-30); las mujeres que comparten con la Madre la atrocidad del suplicio del Hijo al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); las mujeres que tienen el privilegio de ser las primeras testigos y anunciadoras de la resurrección al despuntar el alba pascual (cf. Lc 24, 9); las mujeres que, en el Cenáculo, reciben con María el don del Espíritu Santo (cf. Act 1, 14).

El mundo evangélico es rico en presencias femeninas. Pero bastan estos ejemplos para poner de relieve que, si bien la mujer no está llamada a la misión específica que el Divino Maestro confía a los Apóstoles como propia de ellos, sin embargo se le atribuyen funciones de gran importancia con relación a la difusión de la Buena Nueva del reino.

3. El Concilio, a la luz del mensaje revelado, ha reafirmado la dignidad de la mujer como miembro vivo del Pueblo de Dios y del Cuerpo místico de Cristo. Y es ciertamente un fruto no pequeño del magisterio y de las directrices conciliares el hecho de que la aportación de la mujer, en estos años, ha aumentado considerablemente en los campos de la evangelización, la catequesis, la liturgia, la teología y, en general, en la misión que la Iglesia desempeña en el mundo.

Este parece, pues, el momento propicio para examinar más a fondo las formas de asegurar "una más amplia participación, (de las mujeres) en los diversos campos del apostolado de la Iglesia" (Apostolicam actuositatem, 9).

En la perspectiva de María, que "indica el camino para la afirmación de la igual dignidad del hombre y de la mujer en la diversidad de carismas y de servicios" (Instrumentum laboris, 26), el próximo Sínodo de los Obispos ofrecerá sin duda oportunidad para una eficaz profundización.

Imploramos para ello la ayuda de la Madre celeste.


Después del Ángelus

Agradezco de corazón la presencia de los numerosos peregrinos de habla castellana en esta plegaria dedicada a la Madre de Dios. Mi saludo se dirige particularmente a los jóvenes que con sus cantos y entusiasmo nos recuerdan otros tiempo y lugares.

La liturgia de este domingo nos muestra a Jesús que, aun habiendo sido “enviado únicamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, escucha a la mujer cananea que llamaba a su corazón con tanta confianza e insistencia. Y se realiza lo que ella deseaba. Os invito a vivir los valores evangélicos con espíritu de humildad, sencillez y profunda fidelidad, como María Santísima. A1 igual que Ella, estad siempre disponibles a tender la mano a los necesitados, sobre todo a los hambrientos y sedientos de Dios.

Os imparto complacido mi Bendición Apostólica, que extiendo a vuestros seres queridos.



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