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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 11 de octubre de 1987

 

Amadísimos hermanos:

1. Al recordar el vigésimo quinto aniversario del comienzo del Concilio, no podemos dejar de dirigir ahora con especial intensidad nuestro pensamiento agradecido a la Bienaventurada Virgen María, a la cual, junto con San José, el Papa Juan XXIII, en el discurso de apertura de la primera sesión, confió los trabajos de aquella Asamblea mundial de los Obispos. Ciertamente gracias también a la asistencia de María Santísima, los padres conciliares, bajo la guía del Espíritu Santo, trazaron las coordenadas de aquella grandiosa y providencial renovación eclesial que hemos de esforzarnos por llevar a cabo.

La protección de la Virgen al Concilio fue una expresión de esa maternidad suya espiritual que, como dice la Lumen gentium, "en la economía de la gracia perdura sin cesar... hasta la consumación perpetua de todos los elegidos" (n. 62); expresión de esa solicitud maternal por la que María "se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedades" (ib.).

2. Los padres conciliares acogieron con gozo la proclamación de María como Madre de la Iglesia, que hizo el Papa Pablo VI en el discurso de clausura de la III sesión, al promulgar la Constitución Apostólica sobre la Iglesia, cuyo capítulo VIII trata sobre el misterio de la Virgen Santísima.

Esta maternidad de María, como digo en la Encíclica Redemptoris Mater, la lleva a "preceder" a la Iglesia en su camino a través de la historia de la humanidad (cf. n. 49). La Madre del Señor camina delante de nosotros para mostrarnos la senda que conduce a Cristo y hacérnosla accesible con su constante intercesión; Ella se presenta y actúa "como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse, para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías " (n. 21).

3. El hecho de que el vigésimo quinto aniversario del Concilio caiga en el Año Mariano ha de constituir para todo fiel ―como subrayaba en la Encíclica que he recordado― la invitación a "una nueva y profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia" (n. 48). Ello no dejará de estimular en cada uno el afán de corresponder más generosamente a las directrices conciliares, de modo que contribuya a la edificación de una realidad eclesial y social más inspirada en los principios evangélicos de la justicia, del amor y de la paz.

Invoquemos a la Virgen Santa para que continúe abriéndonos el camino hacia estas metas, y nosotros, por nuestra parte, prometamos una fidelidad mayor y una respuesta más ferviente a sus expectativas maternales.



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