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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de septiembre de 1994

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Mañana comenzará en El Cairo la Conferencia internacional sobre el tema población y desarrollo, a la que me he referido con frecuencia durante las últimas semanas. Expreso mi cordial estima por la Organización de las Naciones Unidas, que la ha promovido, y salado con deferencia a las delegaciones que participarán en ella. Espero de todo corazón que en esa importante asamblea se den orientaciones que busquen el verdadero bien de la humanidad.

Ciertamente, es mérito de esa iniciativa haber atraído la atención de los gobiernos y de la opinión pública hacia uno decenios, desafío que nace —entre otras causas que no siempre se ponen de relieve de modo adecuado— también del hecho de que la población mundial aumenta notablemente, sobre todo en los países en vías de desarrollo, mientras que se ensancha el abismo entre las sociedades del bienestar y la inmensa multitud de los pobres. Después de la superación de la contraposición entre los bloques ideológicos del Este y del Oeste, ¿no era de desear un generoso esfuerzo internacional para reducir ese escandaloso contraste? Pero, por desgracia, aún falta mucho para que se pueda realizar ese viraje de solidaridad. Considero, por tanto la Conferencia en El Cairo una ocasión histórica para orientar la política y la economía internacional hacia la realización de ese objetivo mundial tan urgente.

2. Sin embargo, en el momento en que nos encaminamos valientemente en esa dirección, es preciso resistir a la tentación de tomar un atajo peligroso, como sería el buscar que todos los esfuerzos tiendan a la reducción, lograda con cualquier medio, de los índices de natalidad. Por el contrario, el esfuerzo mayor ha de consistir en un apoyo decidido de la comunidad internacional al desarrollo económico y social de los pueblos más pobres, mediante una redistribución más equitativa y racional de los recursos. Un programa de regulación demográfica sólo puede considerarse razonable con precisas condiciones éticas y si respeta los valores y derechos fundamentales, que la política nunca puede alterar.

En primer lugar, todo ser humano, desde su concepción, tiene derecho a nacer, es decir, a vivir su propia vida. No sólo el bienestar, sino también, en cierto modo, el ser mismo de la sociedad, dependen de la salvaguardia de este derecho primordial. Si se niega al niño por nacer este derecho, resultará más difícil reconocer sin discriminaciones el mismo derecho a todos los seres humanos.

Vienen luego los derechos de la familia, entendida como núcleo social fundado en la unión estable de un varón y una mujer, para su recíproca integración y la procreación responsable de los hijos. Los padres tienen derechos y responsabilidades específicos en la educación y formación de sus hijos en los valores morales, especialmente en la difícil edad de la adolescencia.

Se trata de una concepción que, lejos de ser arbitraria, se basa, por el contrario, en el sentido moral universal, a pesar de la diversidad de religiones y de las culturas. De ese modo, la familia «debe ser reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, "soberana"» (Carta a las familias, 17). El Estado tiene el deber de promoverla, respetando el principio de subsidiariedad, y sin sobrepasar nunca los ámbitos de autonomía propios de la vida familiar.

3. Encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen, Madre de la esperanza, los trabajos de la Conferencia de El Cairo, para que, mediante esa amplia y pacífica confrontación internacional, puedan hallarse soluciones adecuadas a las cuestiones controvertidas, y se ofrezcan motivos que renueven la confianza, especialmente para los más pobres y marginados.

Seguiremos los trabajos de la Conferencia de El Cairo con una oración insistente, pidiendo al Señor que marque una etapa importante de la cultura de la vida y del amor, indispensable para construir un mundo más libre y fraterno.


Después del Ángelus

Dirijo ahora mi más cordial saludo a todos los peregrinos de lengua española que han participado en esta plegaria dedicada a la Madre del Salvador. Os agradezco vuestra presencia hoy aquí y, especialmente, vuestras oraciones. Invocando la protección de la Virgen María, os aliento a seguir viviendo con ilusionada generosidad la plena dimensión del amor cristiano, tan necesario al hombre y a la sociedad actual. Con gusto os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos mi Bendición Apostólica.



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