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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Martes 1 de noviembre de 1994
Solemnidad de Todos los Santos

 

1. Hoy celebramos la solemnidad litúrgica de Todos los Santos. La Iglesia peregrina en la tierra eleva la mirada hacia cuantos ya han alcanzado la patria y gozan de la visión de Dios.

En el Año de la familia que estamos celebrando, la fiesta de hoy nos invita a considerar, en particular, a los santos como la familia de Dios; más aún, a recordar que toda la Iglesia es una familia (cf. Lumen gentium, 51), formada por los discípulos de Cristo que están aún en la tierra y por aquellos que ya viven en el cielo. En cierto sentido, podemos definirla familia de familias, porque toda familia cristiana está llamada a ser su célula viva, pequeña «iglesia doméstica» (cf. Juan Pablo II, Homilía del 9 de octubre de 1994). Quiera Dios que este pensamiento ayude a las familias a vivir cada vez mas plenamente su vocación. Muchos santos han alcanzado la cumbre de la perfección precisamente viviendo en familia. A este propósito, me complace recordar a las dos esposas y madres que, hace sólo algunos meses, elevé al honor de los altares: la beata Giovanna Beretta Molia, que ofreció su vida por la criatura que llevaba en su seno, y la beata Elisabetta Canori Mora, modelo de fidelidad y entrega en una situación familiar muy difícil. En este día de fiesta, encomendamos a la intercesión de los hermanos y de las hermanas del Paraíso a todas las familias del mundo.

2. Mañana celebraremos la conmemoración de todos los fieles difuntos, que recuerda también de modo sugestivo el tema de la familia. En efecto, nos trae a la memoria a las personas queridas que ya han abandonado esta tierra, y eso permite experimentar un sentimiento de comunión que va más allá del tiempo y une a las generaciones.

Se trata de una relación espiritual basada en afectos, recuerdos y, sobre todo, en la oración, que tiene su fundamento sólido en la certeza —ya captada en cierto modo por la razón y corroborada por la fe— de que la existencia del hombre no concluye en la tierra. La muerte abre a las almas un nuevo horizonte de vida, en la dirección marcada por el juicio de Dios sobre el bien o el mal que se haya hecho. Más aún, la fe nos asegura que, de un modo misterioso que sólo conoce la Sabiduría divina, también los cuerpos resucitarán al final de los tiempos. Dios quiere salvar a todo el hombre, tanto en su dimensión espiritual como corporal.

3. A la Virgen santísima, que en la asunción al cielo siguió el destino de Cristo resucitado y anticipó el de todos los hombres, le encomendamos el ardiente deseo de vida que la liturgia suscita durante estos días en nuestro corazón. María es la primicia de los redimidos, la aurora de salvación para el género humano. Que la contemplación de nuestra Madre celestial, Reina de todos los santos, sea para nosotros motivo «de esperanza cierta y de consuelo» (Lumen gentium, 68).



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