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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 14 de enero de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. La declaración Nostra aetate es el documento más breve del concilio Vaticano II. Sin embargo, son evidentes su importancia y su novedad, pues ha trazado el camino de la relación entre los cristianos y los seguidores de las demás religiones mediante la estima recíproca, el diálogo y la colaboración para el bien auténtico del hombre.

Lamentablemente, la historia ha conocido páginas oscuras de hostilidad en nombre de las convicciones religiosas. La Declaración recuerda que Dios es el fundamento sólido de la fraternidad humana: «Todos los pueblos forman una única comunidad y tiene un mismo origen (...); tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos» (n. 1).

Ciertamente, esta afirmación no debe llevar al relativismo en la concepción de la verdad. Por tanto, la Iglesia no falta a su deber de anunciar con impulso siempre nuevo que sólo Cristo, Hijo de Dios encarnado, es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), y sólo en él encuentran los hombres la plenitud de la vida religiosa (cf. ib., 3).

Pero esto no debe llevar a disminuir el valor de los elementos positivos presentes en muchas religiones. La misma declaración conciliar indica, de modo particular, las riquezas espirituales del hinduismo, del budismo, del islamismo y de las religiones tradicionales: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella verdad que ilumina a todos los hombres» (n. 2).

2. La Declaración dedica una atención especial a los hermanos judíos, con los cuales el cristianismo tiene una relación particularmente íntima.

En efecto, la fe cristiana tiene sus orígenes en la experiencia religiosa del pueblo judío, del cual procede Cristo según la carne. La Iglesia, compartiendo con los judíos la parte de la Escritura que lleva por nombre Antiguo Testamento, sigue viviendo de ese mismo patrimonio de verdad, releyéndolo a la luz de Cristo, La inauguración de los tiempos nuevos, que Cristo realizó con la nueva y eterna alianza, no destruye su raíz antigua, sino que la abre a una fecundidad universal. Teniendo esto en cuenta, no puede menos de suscitar gran dolor el recuerdo de las tensiones que tantas veces han marcado las relaciones entre cristianos y judíos. Por tanto, también hoy hacemos nuestra la voz del Concilio, que deploró con firmeza «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de que han sido objeto los judíos de cualquier tiempo y por parte de cualquier persona» (Nostra aetate, 4).

3. Que María, modelo de espíritu religioso, impulse a los creyentes de todas las religiones a vivir a la escucha de Dios, en la fidelidad a las exigencias de la verdad percibida. Que su intercesión ayude a la Iglesia a unir la coherencia para testimoniar la verdad con la capacidad de dialogar con todos. Ojalá que los hombres de todos los credos aprendan a conocerse, a estimarse y a colaborar, para construir juntos, según el designio de Dios, la paz y la fraternidad universal.



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